Hay un vaso griego en el British Museum que representa a una mujer —quizá la poeta Safo— encorvada sobre un pergamino. La escritora Nell Stevens lo recuerda con emoción, como uno de esos objetos que nos atraviesan cuando los contemplamos. Años después, un hombre en un pub le aseguró que todos los objetos del museo eran réplicas, y que los originales dormían a salvo en las entrañas del edificio. El impacto fue inmediato: ¿y si todo era falso? ¿Y si las emociones sentidas ante aquella pieza eran también una ilusión?
La anécdota, que resultó ser falsa (el museo confirma que sus obras son auténticas, salvo que se indique lo contrario), desató en Stevens una obsesión por el arte falso, por el engaño, por la sugestión. Por la experiencia, en fin. Porque, ¿cuánto depende lo que sentimos al ver una obra de la certeza de que sea “auténtica”? ¿Y por qué nos duele tanto descubrir que algo no lo era?
El mercado del arte, uno de los más opacos del mundo, está plagado de piezas de dudosa autoría. Thomas Hoving, exdirector del Met de Nueva York, calculó que el 40 % de las obras a la venta podrían ser falsas. Para Yan Walther, director del Fine Arts Expert Institute, la cifra asciende al 50 %. Basta una firma dudosa, una procedencia poco clara, un barniz atípico. O una historia, como la que acompaña al controvertido Sansón y Dalila atribuido a Rubens en la National Gallery de Londres. Desde su compra en 1980, el cuadro ha sido motivo de disputas sobre su autoría: pinceladas sospechosas, composición irregular, y ahora una nueva amenaza —más exacta y menos humana—: una inteligencia artificial que, tras analizar el trazo, concluyó con un 90% de probabilidad que se trata de una falsificación.

¿Cambia eso la experiencia de quien lo contempla? Stevens, que lo visitó tras ese informe, asegura que la pintura seguía siendo impactante, y así lo plasma en su libro The Original. “Quería que fuera real porque me gustaba tanto…”. La experiencia estética, al fin y al cabo, no depende solo de la firma, sino de lo que evocamos en el encuentro: ese cuello iluminado, esos músculos en tensión, la expectación del corte. ¿Qué cambia realmente si detrás no está Rubens, sino alguien que deseaba parecérsele?
Un experimento publicado en la revista Leonardo en 2014 puso a prueba el poder del relato. A varios participantes se les mostraron cuadros, atribuidos falsamente como copias o como originales. El resultado fue claro: los que creían estar viendo copias los calificaron como menos bellos, menos emotivos, menos bien pintados. Nuestro juicio, demostraron, está condicionado por lo que creemos saber.
Las falsificaciones humanas, en contraste con las artificiales, pueden incluso suscitar una ternura inesperada. En el Museo del Arte Falso de Viena, fundado por Diana Grobe, el visitante pasea entre cuadros torpemente imitados: colores apagados, materiales pobres, pinceladas imprecisas. Pero muchos de esos mismos cuadros —como los falsos Vermeer del famoso falsificador Han van Meegeren— deslumbran en otros contextos, como cuando fueron considerados auténticos. La misma pintura puede parecer sublime o patética, según la historia que le acompañe.

Internet está repleto de imágenes falsas: pueblos que no existen, perfumes de lujo que nunca se fabricaron, canciones generadas por inteligencia artificial. Pero a veces esos engaños nos conmueven. Stevens confiesa haber sentido “una especie de vergüenza encantada” al emocionarse ante un vídeo creado por IA: un pueblo imaginario bajo la lluvia. “Al saber que no era real, me sentí menos humana. Pero también profundamente humana: ingenua y vulnerable”.
Frente a estas creaciones mecánicas, las falsificaciones humanas, con su esfuerzo, su audacia y su ironía, parecen casi entrañables. Tom Keating, famoso falsificador británico de mediados del siglo XX, se convirtió en artista de culto. Sus imitaciones eran tan buenas —y tan numerosas— que aparecieron falsificaciones de sus falsificaciones. Su rebeldía, dice Stevens, nos sigue conmoviendo porque fue humana: falsificaciones diseñadas no solo para engañar, sino para conmover. Como una parodia del original, pero con la carga emocional de una declaración de amor.

“¿Y si era falso?”, se pregunta Stevens. Pero tal vez, sugiere, lo importante no sea lo que la obra es, sino lo que provoca. “Quizá haya algo bello en creer. En aceptar que lo que llevamos al arte somos nosotros mismos: subjetivos, fácilmente engañables, deseosos de emocionarnos”. Y tal vez, en un tiempo de simulacros, esa disposición a ser tocados —aunque sea por una mentira— sea nuestra única forma de seguir conectados a lo real.