Opinión

“Tonto el que lo escriba”: de Madame Bovary a Isabel Preysler

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El viaje físico y emocional entre amoríos, traiciones, abulias y tedios de la ¿pobre? Emma en la Francia del siglo XIX, “es el abismo entre ilusión y realidad, la distancia entre deseo y cumplimiento”, según el genio peruano. Y a tenor de estas palabras entenderás, entonces, porqué acabó liándose con Isabel Preysler, de profesión sus labores.

No se me ocurre ninguna otra razón por la que el autor del punzante ensayo La civilización del espectáculo, en el que engancha un uppercut contra la cultura moderna, reemplazada, según él, por el “entretenimiento y la superficialidad”, quedara, exactamente el mismo año de su publicación, en 2015, profundamente enamorado de la Preysler, su némesis y sosias al mismo tiempo, y quien mejor representa lo que él denunciaba en dicho ensayo. Pero, al igual que Emma Bovary, ella corporeiza a la perfección un modelo de mujer que fascinaba y repelía a partes iguales al contradictorio escritor. Y unir “deseo y realidad”, como bien decía Mario, y convertirse él mismo en protagonista de su propia novela, es muy tentador, especialmente para quien se dedica a crear mundos de ficción.

Isabel Preysler, la Madame Bovary filipino-ibérica.

¿Y entonces por qué hemos tardado tanto tiempo en darnos cuenta, en entender el juego metaliterario de este amour fou patafísco?

Porque no conocíamos al Vargas Llosa más prosaico, encarcelado de amor, atontado de pasión y aferrado a una imagen irreal. Un Charles Bovary de strapazzo.

Isabel Preysler, cuya foto aparece en el DRAE bajo la palabra “hipocresía”, ha escrito unas memorias ‘caninas’ bajo el original título de Mi verdadera historia. Se ve que en Espasa no tienen la versión premium de ChatGPT. Su último capítulo, Desmentidos y cartas de amor, está dedicado en forma de epílogo al escritor, que será eterno mientras exista eso que se llama literatura. Que Isabel Preysler sea también inmortal no está descartado, pero no sabemos en qué libros se estudiará, a no ser que consideres al ¡Hola! como uno.

El caso es que esta mujer, prototipo del “me tiran un cubo de agua y no me mojo”, ha tenido la desfachatez y la impudicia de publicar unas cartas intimísimas, a modo de ¿homenaje? al Nobel, bajo la impepinable sentencia “las cartas son mías y puedo publicarlas, que no se sabe si tiene segundas lecturas o subtexto. Probablemente sí, a juzgar por la altura intelectual de la autora. Lo que sí tiene, y mucho, es jeta, porque las cartas no son suyas, son de Mario Vargas Llosa. Por mucho que se las enviara a ella.

Y encima las cartas son malas, son horribles.

Y eso duele, Isabel.

Desde el punto de vista de la tradición epistolar literaria, la de Vargas Llosa – Preysler sería similar a la correspondencia entre Gemini y DeepSeek, si algún día consiguiera ligársela. Pura fantasía de amor autómata, una conversación en la catedral plagada lugares comunes como “Te quiero mucho y te mando muchos besos y palabras bonitas para esas orejitas que parecen dos signos perfectos de interrogación”, o “ahí estaba tu linda silueta, tu cintura de avispa y tus pasos como de danza, balanceándote muy despacio, con mucha gracia, como una bailarina y acompansando todo el movimiento con el vaivén de los brazos”, o “Cuando vivamos juntos, te sorprenderé de tanto en tanto con una cartita de amor que descubrirás bajo tu almohada, o en las servilletas a la hora del desayuno”, y demás frases del todo a cien de San Valentín.

Respecto a la tercera declaración, no te creas que el autor de La tía Julia y el escribidor fue muy ídem: ocho cartas en ocho años. Chico. Aunque casi es mejor, dada su calidad artística.

En una de las últimas, la más delirante, escribe lo siguiente;

“No recuerdo un periodo comparable, en el que, gracias a ti, he sentido que la vida tenía sentido, era bella, y valía la pena gozar de ella y aprovecharla. Nunca antes he escrito con tanto entusiasmo, y sentido que todo, incluso las cosas más triviales, valían la pena y tenían un sentido”.

Me ha dado hasta vergüenza ajena teclearlo. Porque escribir “sentido” cuatro veces en un mismo párrafo, querido amigo, no es una anáfora. Es una frase preadolescente, bro.

Isabel, querida. Nos da igual que nos abras tu cajón de la lencería por treinta monedas. Sabemos que ya no tienes el relato -has tardado bastante más de lo esperado en perderlo- y que las influs te han pasado por la derecha. Pero no. No puedes aterrizar con esta brusquedad a nuestros ídolos, ridiculizarlos a propósito, con sutiles maniobras, Marquesa de Merteuil que conviertes al Nobel no en Vizconde de Valmont, sino en la pudibunda Madame de Tourvel.

Hablando de Las amistades peligrosas, otra obra maestra de la literatura epistolar, la única carta propia que publicas en tus memorias sí que tiene altura literaria y te dibuja a la perfección, cargada de praxis, mundanidad y hondura altoburguesa: “Por favor, manda alguien a recoger tus cosas”. Ni Emma Bovary hubiera escrito algo así

Postdata (ya que hablamos de cartas): Toda esta espuma, que no va a ningún lado como la herencia literaria de Isabel, me lleva a pensar en una cosa mucho más preocupante. Si Mario Vargas Llosa es capaz de escribir esas cartas atroces, ¿no será que en realidad él no escribió La ciudad y los perros, Pantaleón y las visitadoras o La fiesta del Chivo? ¿Y si fueron unos ‘negros’ literarios? O, peor aún: ¿Y si estos escritores de encargo fueron Sonsoles Ónega y Juan del Val? ¿Qué pasaría entonces?

Pues que el año que viene la Preysler recogería el Premio Planeta con su obra epistolar Madame Bovary  XXI, bajo el seudónimo de Tamara Falcó.

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