Cinco años de cárcel. Esa es la condena firme que la justicia francesa ha impuesto a Nicolas Sarkozy por la financiación ilegal de su campaña de 2007 con dinero libio. Sí, Libia. Gadafi. Billetes en maletines. Cine negro. Y a pesar de sus recursos, su apellido, su cargo y sus seguidores, parece que entra. A la cárcel. No a un retiro dorado, no a un puesto en un consejo de administración.
Ahora pensemos en España.
Aquí se han financiado campañas con sobres en B, con mordidas de constructoras, con comisiones por contratos públicos… y ¿quién ha entrado? Solo los pringados. Los intermedios. El fontanero sin padrino. El concejal de tercera sin sponsor político. Al político de peso, si lo condenan —que ya es raro— se le da el tercer grado antes de firmar la sentencia. O le nombran delegado en algún chiringuito institucional, por los servicios prestados.
Sarkozy ha sido condenado por dinero extranjero de dudosa procedencia. Aquí tenemos partidos que han recibido dinero de Irán, de Venezuela, de fundaciones fantasma y de chiringuitos opacos que mueven más pasta que un grupo de discotecas en Ibiza. ¿Procesados? Cero. ¿Investigados? Pocos. ¿Consecuencias? Ninguna. En España lo grave no es delinquir: es que te pillen. Y aun así, si tienes el carné del partido adecuado, ni eso.
Sarkozy ha sido juzgado por alterar la democracia a golpe de talonario. Aquí directamente se compra el voto puerta por puerta. Hay concejales pillados con fajos de billetes, urnas que aparecen ya rellenadas, y censos hinchados en pueblos de 800 habitantes donde votan 1.200. Pero todo se archiva “por falta de pruebas”. O se le echa la culpa al pobre militante que pasaba por allí. Nada que una rueda de prensa con cara de circunstancias no pueda arreglar.
En Francia, cuando la justicia habla, parece que se acata. En España, cuando la justicia molesta, se retuerce la ley. Se cambia a la carta. Se aprueba una amnistía retroactiva con nombre y apellidos. Se recusa al juez, se purga al fiscal, se acusa al tribunal de “lawfare” y se hace trending topic. Aquí no hay justicia: hay relato judicial. Una performance. Un teatrillo donde los poderosos deciden a quién se juzga, a quién se protege y a quién se lincha.
La diferencia no es solo legal, es moral. Allí los corruptos pisan el banquillo. Aquí, los negocian desde Waterloo, se cuelan en platós de televisión o se dedican a grabar vídeos con fondo de piano hablando de convivencia mientras destruyen la institucionalidad desde dentro. Aquí, dimitir es de mindundis.
Y ojo, no hace falta admirar a Francia. Pero sí mirar con cierta vergüenza el contraste. Porque mientras allí un político corrupto va a prisión, aquí uno acaba de embajador en la ONU, otro se reinventa como tertuliano redimido, varios se colocan en consejos de administración… y el presidente, pese a estar rodeado de sospechas y escándalos incómodos, sigue dando lecciones de ética desde La Moncloa y el Falcon.
Esto no va de ideologías. Va de justicia. Y en España, la justicia depende del color del gobierno.




