Cuando la tormenta pasa, el duelo queda

“Escuchar el sonido de la lluvia o ver imágenes de inundaciones pueden reactivar el miedo, incluso años después”, explican los expertos

El agua llegó aquella madrugada como una respiración contenida que, de pronto, se desborda. Primero un rumor, luego un rugido, después el silencio. Cuando el cielo se abre en cólera sobre Valencia, no hay tiempo para pensar: solo se corre, se salva lo que se puede, se mira atrás… y ya nada es igual.

El 29 de octubre de 2024, una DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos) descargó con furia inusitada sobre la provincia de Valencia. En pocas horas más de 70 localidades quedaron bajo el agua y 75.000 personas resultaron directamente afectadas. La devastación fue inmensa y súbita, con 224 vidas perdidas y numerosos desaparecidos, además de daños materiales estimados en 22.000 millones de euros.

Las lluvias torrenciales de la última DANA arrasaron casas, calles y campos, pero también algo que no puede fotografiarse: la sensación de estar a salvo.

Las heridas invisibles de la DANA

“Cuando una persona pierde su hogar o su entorno en una catástrofe natural, no solo pierde un espacio físico; pierde una parte de su historia, de su identidad y de su seguridad”, explica la psicóloga Valeria Moriconi, experta en trauma y duelo. En sus palabras se intuyen las huellas invisibles que dejan las tormentas: ruinas interiores, un temblor que persiste incluso cuando la tierra vuelve a parecer firme bajo los pies.

El hogar no es solo un techo; es la piel emocional de una vida: el olor del café por la mañana, las risas flotando en el pasillo, las marcas de los niños en el patio. Cuando todo eso desaparece de golpe, la mente queda suspendida, sin ancla. “El cerebro interpreta esa pérdida como una amenaza a la supervivencia –advierte Moriconi–, y puede generar síntomas de estrés postraumático, como dificultad para dormir, hipervigilancia, recuerdos intrusivos o una sensación de irrealidad”. Muchos supervivientes cuentan que el cuerpo sigue en alerta aunque la tormenta ya haya pasado: basta el repiqueteo de una gota en la ventana para que el corazón se acelere. No es miedo –dicen–, es algo más hondo, como si el cuerpo recordara por sí solo.

Dos personas observan el barranco del Poyo a su paso por Paiporta.
EFE

Y no es solo una impresión aislada. Los profesionales que atienden a los damnificados han constatado que estos síntomas están muy extendidos. Tres meses después de la catástrofe, los equipos de salud mental habían brindado 823 consultas de apoyo psicológico a 592 personas en los municipios valencianos más afectados. La ansiedad, la tristeza profunda y las alteraciones del sueño se convirtieron en las secuelas más comunes, presentes en más de seis de cada diez supervivientes atendidos. Es como si el desastre hubiera calado también dentro de cada uno, dejando una herida colectiva difícil de cerrar.

Del duelo a la resiliencia

Moriconi lo llama duelo. “El duelo no se limita a la muerte de un ser querido. También puede vivirse por la pérdida de una casa, de una rutina, de una sensación de control sobre la vida”. Es un luto silencioso, sin flores ni esquelas, pero con el mismo peso. En una catástrofe, ese duelo se multiplica, uno por cada objeto perdido, por cada foto arruinada, por cada certeza que se hunde en el barro. Y en algunos casos, al dolor material se suma la pérdida más irreparable: aproximadamente uno de cada diez afectados perdió a un ser querido en la inundación. La verdadera magnitud de esta herida emocional se vislumbró con el tiempo: pasada la crisis inicial, llegó la calma exterior y con ella la tormenta interior.

Durante los primeros días, todo es movimiento: limpiar el barro, rescatar lo aprovechable, reconstruir a contrarreloj, hacer trámites, sobrevivir. Pero cuando los equipos de emergencia se marchan y el sol vuelve a salir, comienza la parte más difícil. “Las emociones profundas suelen emerger cuando la fase de urgencia termina”, señala Moriconi. Entonces aparecen el llanto incontenible, la culpa (tan absurda como real) y la negación: no puede ser, no puede ser. Los datos reflejan esa explosión emocional diferida: en las semanas posteriores, el 67% de quienes pidieron ayuda profesional sufrían ansiedad recurrente, un 62% manifestaba una tristeza abrumadora, y más de la mitad tenía insomnio persistente. Son heridas del alma que afloran cuando el barro se seca y uno intenta regresar a la normalidad.

Palas
Cepillos y palas con barro en la localidad de Paiporta, Valencia, durante los trabajos de desescombro
EFE/ Manuel Bruque

Hay quien cree que el tiempo lo cura todo. Pero el tiempo, por sí solo, no cura nada. “El duelo requiere un trabajo consciente de adaptación a la pérdida, con espacio y acompañamiento emocional”, recuerda la psicóloga. Ese trabajo puede durar meses o años, porque no se trata de olvidar, sino de integrar lo ocurrido; de aprender a vivir con la ausencia hasta que deje de doler tanto. Las heridas de una DANA no siempre se ven, pero se manifiestan en pequeñas fracturas cotidianas: una mirada perdida, un sobresalto al oír llover, un cansancio que no se va. Son heridas profundas y necesitan cuidado. “Las reacciones inmediatas –tristeza, ansiedad, insomnio– son normales ante una situación anormal”, añade Moriconi. “Pero cuando se prolongan o impiden seguir adelante, es momento de pedir ayuda”.

Durante esos primeros días de supervivencia, la ayuda práctica y emocional van de la mano: pedir ayuda no es rendirse. Es reconocer que el cuerpo y la mente necesitan ser sostenidos. “No es debilidad –dice Moriconi–, es un acto de responsabilidad hacia uno mismo”. En su consulta ha visto cómo la soledad agrava el dolor, mientras que el acompañamiento lo alivia. Buscar apoyo profesional a tiempo marca la diferencia: en esta emergencia, el 82% de las consultas psicológicas pudieron resolverse con intervenciones de atención primaria, evitando males mayores; solo un 18% de los casos necesitó derivación a los servicios de salud mental especializados. Pedir ayuda, entonces, no es signo de fragilidad, sino de valentía y auto-cuidado.

En su consulta, Moriconi ha visto cómo la soledad agrava el dolor, mientras que el acompañamiento lo alivia. “El apoyo social es un factor protector clave. Sentirse comprendido y validado reduce el impacto emocional y favorece la recuperación”. Por eso, las tragedias que golpean a una comunidad pueden también despertar su mejor versión: la solidaridad. En los pueblos valencianos arrasados por la DANA, fueron los vecinos quienes se abrazaron unos a otros, quienes cocinaron para los damnificados, quienes ofrecieron un sofá donde dormir. Ese sostén mutuo no solo reconstruye paredes, también reconstruye el alma. “Cuando una comunidad se une para cuidarse y validar lo vivido –apunta Moriconi–, el duelo se transforma en resiliencia colectiva”.

Varios coches, que fueron arrastrados por el agua tras el paso de la dana, almacenados en un descampado en Paiporta.
EFE/ Biel Aliño

No solo emergió la ayuda espontánea: en los meses posteriores, se organizaron sesiones comunitarias de apoyo emocional en centros de salud, colegios, clubes de mayores e incluso casals falleros locales. Psicólogos y trabajadores sociales facilitaron talleres para gestionar el miedo y el estrés, recordando a cada persona que no estaba sola para afrontar lo vivido. Esa combinación de asistencia profesional y calor vecinal fue clave para convertir el trauma compartido en fuerza colectiva.

La reacción aniversario

Pero incluso cuando la vida parece volver a la normalidad, el pasado acecha en los márgenes. Cada otoño, cuando el cielo se oscurece y la alerta amarilla parpadea en los teléfonos, muchos reviven el pánico. Es la reacción aniversario, explica la psicóloga, una forma de memoria corporal. “El sonido de la lluvia o las imágenes de inundaciones pueden reactivar el miedo, incluso años después”. Saberlo ayuda a no interpretarlo como una recaída, sino como parte del proceso de curación.

Un voluntario de apoyo psicosocial atiende a un vecino afectado por la DANA en un pabellón de Paiporta
Un voluntario de apoyo psicosocial atiende a un vecino afectado por la DANA en un pabellón de Paiporta

¿Se puede volver a sentir seguridad después de haberlo perdido todo? Moriconi asiente con firmeza: sí. “Recuperar la seguridad significa volver a experimentar que el entorno es confiable, que el cuerpo puede sentirse a salvo y que las relaciones son un sostén”. No se trata de volver a ser la persona de antes, sino de convertirse en alguien nuevo, con la cicatriz integrada en su historia. “La recuperación no borra lo ocurrido, pero permite que deje de doler con tanta intensidad”.

El agua, que arrasó tanto, deja también una enseñanza: la fragilidad y la fuerza pueden convivir. Quien ha visto hundirse su mundo aprende que la vida no se mide por lo que se conserva, sino por la capacidad de seguir caminando. “Las emociones –dice Moriconi– no son estáticas; se mueven, fluctúan y forman parte del proceso de reconstrucción”.

Un vecino de Masanasa trata de localizar su vehículo en un vertedero improvisado de cochesHoy, en los pueblos que la DANA devastó, el barro ya no cubre las calles. Las flores han vuelto a crecer en los balcones. Pero hay algo distinto en el aire: una conciencia nueva, un respeto silencioso por lo que se fue y por lo que quedó. Porque reconstruir no es solo levantar muros, es volver a creer en la vida.

Y cuando, al fin, una noche cualquiera vuelve a llover, algunos salen al umbral y miran el cielo sin miedo. Escuchan el agua caer y, por primera vez en mucho tiempo, no sienten que los arrastra. Sienten que los limpia.

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