Lo recuerdo como quienes recuerdan, con pelos, señales y fantasías, qué estaban haciendo el 23F: el 29 de octubre de 2024, en Madrid también llovió a cántaros. Mi mujer y yo fuimos a visitar a unos amigos que recién inauguraban su condición de padres y, durante el camino a su casa –también a la vuelta–, nos cayó la de Dios es Cristo. Una amiga valenciana de mi señora le mandó un vídeo de su garaje inundado. Por fortuna, para ella, el destrozo del Diluvio se quedó en eso. El Infierno había montado una sucursal en el Levante español, instalando su sede en Valencia, con la intención de llevarse el mundo por delante. Literalmente: murieron 229 valencianos. Se dice pronto. Y siete castellano-manchegos y un andaluz de los que no se acuerda ni Perry Mason.
Aquellas riadas asesinas desnudaron al emperador, o sea, al Estado, con un sadismo terrorífico. La dana desveló las costuras de un vestido vetusto de Dior que, a estas alturas de la película, sólo sirve para trapo. Falló todo, excepto la gente que, convencida de que sólo el pueblo salva el pueblo –habría populismo en el lema, no lo dudo, pero la realidad lo reforzó–, se armó con mascarillas, productos de limpieza y generosidad, y arrimó el hombro asombrosa y admirablemente. Desde el punto de vista político, dieron vergüenza y asco los hunos y los hotros. Lo siguen dando. La catástrofe confirmó el adagio aquel de que quien resiste, gana: Mazón tomó las de Sánchez, se aferró a la presidencia autonómica con Super Glue, y ahí sigue. Por ahora.
La actualidad gira con el ruido y la fuerza de la turbina de un Boeing 747 y, los periódicos, que a ella se deben –nos va la vida en ello–, han/hemos guardado la dana levantina del 24 en el cajón de los trastos. Sin embargo, allende Begoña Gómez, Ayuso, Puigdemont, Hamás o la guerra RAE vs. Instituto Cervantes, los trastos ahí siguen, las heridas de la catástrofe continúan sin cerrar –las ayudas llegan tarde y mal, sigue habiendo desaparecidos, los muertos no resucitan– y, ahora, por el aniversario, afloran de nuevo, ascienden a la superficie. El martes, por ejemplo, fue localizado el cadáver de un hombre de 56 años en el cauce del Turia, en el término municipal de Manises.
Había sido arrastrado por el agua en Pedralba cuando conducía junto a su hija –cuyo cuerpo fue hallado a más de 60 kilómetros–. El miércoles, la Audiencia de Valencia respaldó la línea de investigación de la jueza Nuria Ruiz Tobarra y desestimó cuatro recursos que pedían implicar al Gobierno central. El jueves, el director de Amnistía Internacional en España, Esteban Beltrán, denunciaba en RNE que se está “volviendo a construir en zonas inundables, y el plan de riesgos ni siquiera se ha actualizado”. Y, el mismo día, Ruiz Tobarra citaba para el 3 de noviembre a la periodista Maribel Vilaplana, con quien Mazón compartió mesa y mantel en El Ventorro, ajeno al desastre, para declarar como testigo. El 29 de octubre se celebrará en Valencia el funeral de Estado en memoria de las 237 víctimas. La Asociación Víctimas Mortales dana 29-O, que agrupa a unos 160 familiares de 90 fallecidos, pide que el presidente autonómico no acuda. Normal. Tampoco de esta hemos salido mejores.




