Hay libros que nacen para una estación concreta. Y El nacer del día, de Colette, está hecho para el verano. Publicada en 1928 y rescatada por la editorial Pre-Textos en una edición preciosa y cuidada, esta novela es probablemente la mejor lectura posible para el mes de agosto. No sólo por su contenido, sino por el aura que la envuelve. Una elegía luminosa a la sensualidad, la memoria, la naturaleza y la escritura.
El nacer del día: cuando la luz de agosto se convierte en literatura
La novela El nacer del día se despliega en un verano perpetuo en Saint-Tropez. Donde la escritora, ya cercana a los sesenta años, narra su convivencia con el joven Valère Vial y rememora, a través de cartas, la figura de su madre Sido. Este doble eje —el deseo presente y la sombra del pasado— articula un texto que oscila entre la autoficción y la meditación lírica. Desde el primer párrafo, Colette convierte la luz en protagonista.
En cada página de El nacer del día, la ansiedad desaparece y el mundo ralentiza su tiempo. Porque esta novela no es sólo un texto: es un ritmo. Y ese ritmo —detenido, voluptuoso, bañado en sol— resulta incompatible con cualquier otra actividad que no sea leer o respirar.

Si alguna vez hubo una novela que capturara el alma de la Provenza, esa es El nacer del día. Los tamarindos, las dalias podadas, el espliego malva, las higueras y los lechos de algas se entrelazan con el viento de poniente, los cuerpos tostados por el sol y las comidas junto al mar. Cada elemento de la naturaleza tiene aquí una función evocadora y simbólica. El gusto es esencial. Desde las berenjenas rebozadas al vino Cavalaire, cada sabor resuena con la misma intensidad que un recuerdo.
Pero también está el cuerpo. La novela rebosa deseo. Valère Vial, el joven vecino, es un tótem de sensualidad pagana. Colette lo observa, lo evoca, lo erotiza. En la novela, el cuerpo masculino es celebrado con una mirada que revierte los cánones. Una voz femenina que se apropia del deseo sin pedir permiso.
Una prosa vibrante para una novela desconocida por el gran público
Judith Thurman, una de las mejores biógrafas de Colette, escribió que la prosa de El nacer del día “es como el mercurio: densa, fluida, temblorosa y difícil de atrapar”. Es cierto. No hay otra forma de describir un estilo que parece acariciar las frases, deslizarlas, detenerlas, besarlas. Leer esta novela es como mirar una gota resbalar por la espalda del tiempo.
Y no se puede hablar de El nacer del día sin mencionar el trabajo editorial de Pre-Textos, que rescató esta joya en 1996 y la reeditó recientemente. La traducción de Julia Escobar es, como tantas otras veces en esta casa editorial, una obra maestra en sí misma. Leer la novela de Colette en esta edición es un lujo. No sólo por el contenido, sino por el objeto en sí. El editor Manuel Borrás ha declarado que considera esta novela la obra cumbre de Colette. Y no es para menos.

A fin de cuentas, antes de que la palabra autoficción existiera, El nacer del día ya la practicaba. Colette y Proust inventaron esa zona intermedia donde la vida se convierte en literatura y la literatura regresa a la vida. En esta obra, el yo narrador se transparenta, se desdibuja, se disfraza. Pero nunca desaparece. La madre muerta —Sido— reaparece en cartas que son espejos, confesiones, epitafios. Colette se escribe a sí misma como si tratara de recordar un sueño antes de que se borre.
Por eso El nacer del día no es solo una novela. Es un diario sin fechas. Un testamento sin herederos. Una carta de amor al mundo. Un homenaje escrito con la urgencia de quien sabe que todo lo bello se evapora.