El día que conocí a Sebastião Salgado

El legendario fotógrafo brasileño, fallecido esta semana, visitó Madrid con su exposición ‘Amazonia’, un viaje visual y sonoro al corazón de la selva y sus pueblos originarios, con el que quiso despertar la conciencia ecológica del mundo

La periodista María Serrano junto al fotógrafo Sebastiao Salgado
La periodista María Serrano junto al fotógrafo Sebastiao Salgado

Me gustan los vestíbulos acristalados de los museos: la ciudad se vuelve una silueta y, al otro lado del cristal, las fotografías respiran en un silencio casi litúrgico. Aquella tarde de septiembre de 2023, mientras bajaba las escaleras del Fernán Gómez con la grabadora en el bolsillo y el bloc de notas temblándome en la mano, todavía no lo sabía, pero estaba a punto de mirar —de verdad— por primera vez. Al final del pasillo, de pie, me esperaba Sebastião Salgado. Parecía más alto de lo que yo recordaba en sus retratos: el gesto frágil y a la vez robusto de quien ha cargado con el peso del mundo y aún encuentra ligereza para sonreír.

Nos dimos la mano en silencio. Él la sostuvo un segundo más de lo debido, como si quisiera calibrar el pulso de la persona que tenía delante. Después me guio entre los paneles de su exposición, Amazônia, como quien invita a entrar en un templo.

Yara Asháninka, la hija mayor de Wewito Piyáko y Auzelini. Las pinturas de su rostro indican que aún no está prometida. Río Amônia. Estado de Acre, 2016. Sebastião Salgado
Yara Asháninka, la hija mayor de Wewito Piyáko y Auzelini. Las pinturas de su rostro indican que aún no está prometida. Río Amônia. Estado de Acre, 2016. Sebastião Salgado

“Lo esencial para mí —me confesó mientras deteníamos el paso frente a una panorámica de la selva— es también esencial para ellos”. Se refería a las doce tribus con las que convivió siete años, pero la frase me perforó como si me hablara de todos los habitantes del planeta. Salgado distinguía los matices de la dignidad humana con la misma precisión con la que medía la luz bajo un follaje de ceibas.

A cada fotografía le seguía una historia: el largo viaje en helicóptero que le arrancó lágrimas a Lélia, su compañera; la aldea yanomami donde tardó dos horas en sentirse “en casa”; o los “ríos aéreos” que arrastran la humedad amazónica hasta España. Yo anotaba con frenesí, aunque intuía que nada de lo escrito sería capaz de contener aquel torrente de conocimiento y ternura.

Nos detuvimos ante el retrato de Yara Asháninka, la hija mayor de Wewito y Auzelini. El rostro de la niña, marcado con pinturas que anunciaban su libertad, parecía hecho de un carbón luminoso. “Siempre disparo en blanco y negro, para resaltar la dignidad —dijo, apenas un murmullo—. El color distrae; la dignidad, nunca”. Sentí una punzada en la garganta: la fotografía era impecable, pero lo que me conmovía era el temblor invisible que habitaba detrás del obturador, ese temblor que, de algún modo, Salgado me traspasaba.

Las primas Hahani, Tiniru y Ugunka en el centro de salud de SESAI cercano al canal Pretão (que los indígenas llaman Jukihi). Tierra indígena suruwahá. Estado de Amazonas, 2017Sebastião Salgado
Las primas Hahani, Tiniru y Ugunka en el centro de salud de SESAI cercano al canal Pretão (que los indígenas llaman Jukihi). Tierra indígena suruwahá. Estado de Amazonas, 2017. Sebastião Salgado

Le pregunté entonces si la belleza podía denunciar con más fuerza que la tragedia. Sonrió como quien reconoce una pregunta antigua: “Necesitamos enamorarnos del paraíso para desear salvarlo. Enseño esta Amazonia prístina para que nadie dude de que merece ser protegida. El resto” —alzando un poco el mentón hacia el ala norte de la sala, donde colgaban los incendios y la deforestación— “es lo que ocurre cuando olvidamos que formamos parte de la misma especie”.

El tiempo se disolvió. Recorrimos arroyos convertidos en plata, cielos de grafito y rostros que parecían tallados en obsidiana. Habló de su infancia en Aimorés, de los tres millones de árboles que él y Lélia habían plantado en el Instituto Terra, de la necesidad urgente de “abrir los ojos al problema ecológico”. Cada frase era una fotografía que nunca había tomado: el pulso de un planeta por salvarse.

Al final del recorrido se hizo un hueco de luz junto a la salida de emergencia. La entrevista había terminado, pero Salgado seguía mirándome con atención artesanal, como si todavía hubiera algo por revelar en mi negativo interior. Me vio guardar la libreta, apagar la grabadora y encoger los hombros, abrumada. Entonces apoyó una mano sobre mi brazo y dijo con una tranquilidad de río lento: “María, no pierdas esa mirada”.

El fotógrafo Sebastião Salgado y su esposa, Lélia Wanick, han plantado más de 3 millones de árboles en 20 años, reviviendo todo un ecosistema. Luiz Maximiano
El fotógrafo Sebastião Salgado y su esposa, Lélia Wanick, han plantado más de 3 millones de árboles en 20 años, reviviendo todo un ecosistema. Luiz Maximiano

No era un halago: era una responsabilidad. Al despedirse, sus palabras se adherían a mí con la misma firmeza que la humedad amazónica se adhiere a la piel. Entendí que aquel hombre —que había volado sobre nubes de 1.200 litros de agua, compartido noche y tabaco con cazadores suruwahá y fotografiado a los desterrados de la tierra— me enviaba de vuelta al mundo con la misión más sencilla y más ardua: no dejar de mirar con asombro, con piedad, con deseo de justicia.

Dos años después, cuando supe de su muerte, regresé mentalmente a aquel vestíbulo. Recordé su voz pausada, la forma en que pronunciaba “prístino”, y el leve temblor que recorría sus manos cuando explicaba la anatomía de un árbol milenario. Volví a sentir, como aquel día, que frente a sus fotografías el presente se ensancha, que la belleza puede ser un acto de resistencia y que el archivo secreto de la memoria colectiva está custodiado por miradas capaces de amar lo que retratan.

Hoy reviso mis notas —subrayadas en exceso— y descubro que la lección estaba oculta entre líneas. El verdadero homenaje no es recordar la selva que él nos mostró, ni siquiera repetir sus cifras con fervor estadístico; el verdadero homenaje es sostener la mirada cuando parezca más fácil apartarla. Porque, como susurró Salgado, “lo esencial para mí es esencial para ellos”. Y también, ahora lo comprendo, para todos nosotros.

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