Estoy hasta las narices del Nobel de Murakami

Haruki Murakami vuelve a sonar como favorito al Nobel de Literatura, y ya van quince años consecutivos. ¿Lo ganará esta vez?

Nobel de Murakami - Cultura
Una fotografía en blanco y negro del escritor japonés Haruki Murakami.
Archivo

Cada año, lo mismo. Llega octubre, se acerca el anuncio del Nobel de Literatura y, como si fuera parte de un ritual ancestral, los medios de todo el mundo vuelven a pronunciar el mismo nombre: Haruki Murakami. Los titulares se repiten, las casas de apuestas se calientan y los lectores de medio planeta nos ilusionamos —otra vez— con la posibilidad de que, al fin, lo consiga. Y empiezo a estar hasta las narices del Nobel de Murakami. No porque no se lo merezca, sino porque la espera se ha convertido en un bucle que ya no tiene mucho sentido.

Han pasado más de quince años desde que su nombre empezó a sonar con fuerza. Las primeras quinielas datan de 2010 y, desde entonces, ha sido un fijo en todas las listas de favoritos. En 2012, The Guardian ya lo situaba entre los principales aspirantes. En 2018, tras retirarse voluntariamente de un premio alternativo creado durante el escándalo de la Academia Sueca, muchos pensaron que lo haría más fuerte para el año siguiente. Pero nada. Estamos en 2025 y la vida sigue igual. Y este jueves volverá a ocurrir lo mismo: Murakami aparecerá en las apuestas con cuotas de 6/1 o 11/1, los lectores suspirarán y, probablemente, otro nombre se llevará la gloria.

Y aquí es donde uno empieza a pensar que el Nobel de Murakami ya no es un premio literario, sino una especie de running gag global. Una broma recurrente que resiste al paso del tiempo. Lo curioso es que no parece molestarle. El escritor japonés rara vez comenta nada al respecto. Prefiere hablar de jazz, de gatos o de carreras de fondo antes que de medallas doradas. Quizá, en el fondo, sabe que el prestigio real no se mide en diplomas ni en cenas en Estocolmo.

Las claves de la literatura de Murakami

Quienes lo hemos leído sabemos que su literatura no se parece a ninguna otra. Lo que define a Murakami no es una trama, ni una técnica, ni siquiera un tema concreto, sino una atmósfera. Ese universo donde lo cotidiano se quiebra por una rendija y deja entrar lo fantástico. Donde un oficinista se obsesiona con un pozo en mitad del campo, donde un gato desaparece sin dejar rastro, donde el pasado late bajo la superficie de la memoria.

Estoy hasta las narices del Nobel de Murakami
Una fotografía de archivo del escritor japonés Haruki Murakami.
EFE/ Paco Paredes

Murakami escribe sobre la soledad, la pérdida, la desconexión emocional y el deseo de comprender un mundo que se escapa entre los dedos. Su prosa es aparentemente sencilla, casi minimalista. Pero detrás de cada frase hay una cadencia musical, un ritmo que recuerda al jazz o al rock clásico. Por eso leerlo es como escuchar un vinilo a medianoche: hay melancolía, hay belleza, hay algo que resuena dentro.

El Nobel de Murakami se ha convertido en un debate inútil porque su obra no necesita ese aval. No necesita que una institución le diga que lo que ha hecho durante décadas tiene valor. Los lectores ya lo sabemos. Sus libros han acompañado a millones de personas, han traducido la sensación de extrañeza del siglo XXI, han dado palabras a una generación que no encontraba sentido en nada. ¿Qué puede añadirle un premio, por muy prestigioso que sea, a eso?

Por qué los premios no definen el talento

Cada año que Murakami no gana, las redes se llenan de lamentos y bromas. Pero lo que más me interesa es la trampa emocional que se esconde detrás: hemos aprendido a medir el éxito en función de los reconocimientos. Como si el valor de un autor dependiera del trofeo que le cuelgan del cuello. Y, sin embargo, la historia literaria está llena de genios que jamás ganaron el Nobel.

Crónica del pájaro que da cuerda al mundo - Nobel de Murakami
Portada de la novela ‘Crónica del pájaro que da cuerda al mundo’, de Haruki Murakami.

Ni Tolstói, ni Proust, ni Joyce lo recibieron. Tampoco Borges, Nabokov o Virginia Woolf. Ninguno de ellos necesitó el aplauso de la Academia Sueca para entrar en la eternidad. El Nobel de Murakami, en ese sentido, es un espejo donde todos proyectamos nuestra necesidad de justicia poética. Queremos que el mundo premie lo que amamos, que reconozca lo que sentimos. Pero el arte no funciona así.

Los premios son símbolos, no verdades. Son gestos humanos, inevitables y arbitrarios. A veces aciertan, otras no. Y la literatura, esa fuerza que nos salva de la rutina, que nos permite mirar dentro y hacia fuera al mismo tiempo, no debería depender de un jurado en Estocolmo para validar su existencia.

La verdadera recompensa no es el Nobel de Murakami

Murakami ya ganó algo mucho más importante: un vínculo emocional con sus lectores. Sus novelas han sido traducidas a más de cincuenta idiomas, leídas en cada continente y debatidas en miles de cafés, foros y universidades. Esa es su victoria. Cada persona que entra en Tokio Blues y sale distinta; cada lector que se asoma al pozo del Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y comprende algo nuevo sobre la soledad; cada noche en la que alguien abre Kafka en la orilla y siente que los sueños pueden ser tan reales como el dolor.

Tokio Blues - Nobel de Murakami
Portada de la novela ‘Tokio Blues’, de Haruki Murakami.
Tusquets

El Nobel de Murakami se ha convertido en un mito, una expectativa colectiva que dice más de nosotros que de él. Queremos ver cómo el autor que amamos recibe por fin el aplauso institucional, cuando quizá lo que lo hace grande es precisamente su independencia de ese aplauso.

Por eso este año, cuando llegue el jueves y se pronuncie otro nombre, no volveré a sentir decepción. Murakami no necesita ganar. Ya ha ganado desde hace tiempo. Ha conseguido que millones de lectores lo esperen cada otoño, que su figura trascienda el tiempo, que su literatura se lea como una confesión silenciosa del alma moderna.

Y yo, que lo admiro profundamente, lo digo con cierta sonrisa: estoy hasta las narices del Nobel de Murakami. Porque lo que amo de él no es su candidatura eterna, sino su capacidad para recordarnos que el arte verdadero no busca medallas, sino sentido. Que hay algo más duradero que cualquier premio: la emoción de una buena historia que te acompaña toda la vida.

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