Opinión

Una mujer, una semana

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Durante los últimos días han muerto varias mujeres en España. Una en Almería, apuñalada en plena calle. Otra, anciana, en Marbella, asesinada presuntamente por su marido. La noticia se repite con la cadencia monótona de lo inevitable, como una campana dominical que sonara cada siete días. Ya nadie parece escucharla. Los medios abren con otras urgencias, los tertulianos se fatigan, los políticos declaran lo esperable y vuelven a dormirse. Pero la proporción fatal se cumple, puntual como un reloj cruel: una mujer muerta por cada semana del año.

Hay semanas en las que parece que no. Que tal vez, por fin, el número se rompa, que el ciclo se interrumpa. Hay silencios que casi se confunden con una tenue esperanza. Pero antes de que llegue ese simbólico domingo, alguien vuelve a morir. Una mujer cualquiera, en un pueblo, en un barrio, en una ciudad cualquiera. Alguien que ya había denunciado, o que no se atrevió. Alguien que quiso separarse, que tuvo miedo o que confió. Una mujer menos. Un titular más.

Una concentración de repulsa tras un asesinato machista
EFE/Cabalar

España lleva más de dos décadas sumando cadáveres femeninos en esa contabilidad oficial que pretende medir el horror con cifras. Más de mil trescientas desde 2003. Esos números. son vidas truncadas por hombres que alguna vez fueron compañeros, novios, esposos, amantes, padres de sus hijos. Y aunque cada caso parece distinto, todos acaban por encajar en la misma ecuación letal: la posesión, el dominio, el castigo.

Nos hemos acostumbrado a ello y esa es la verdadera tragedia. Una mujer asesinada ya no interrumpe la programación. Las alertas suenan pero no conmueven. La cifra mensual se comenta como la subida de la luz o la inflación. Las autoridades condenan “un nuevo crimen machista”, los ayuntamientos convocan un minuto de silencio, y el mundo sigue. Nadie se pregunta en qué siguen fallando, por qué las siguen matando.

En los despachos se habla de recursos y de competencias, de jurisdicciones y protocolos. Se anuncian campañas, se reparten fondos. Pero al final, en el instante preciso en que un hombre decide apretar el cuello, empuña el cuchillo o dispara, ninguna medida alcanza a detenerlo. La prevención es un muro resquebrajado. Las alertas electrónicas fallan. Las órdenes de alejamiento se incumplen. La policía llega después. La víctima, como siempre, está sola.

Ante su verdugo, y ante una sociedad que la observa con una mezcla de cansancio y culpabilidad. La violencia machista se ha convertido más en una rutina que en un escándalo: el país entero se ha vuelto adicto a su propio espanto. Nos hemos inmunizado frente al horror.

Cada una de esas muertes arrastra otros dolores frente a los que tampoco se demuestra ni demasiada compasión ni demasiado respeto. Los de los hijos huérfanos, los padres que entierran a sus hijas, las amigas que se reprochan no haber hecho más. El dolor se multiplica, se filtra en los rincones de la vida cotidiana, en la conversación del mercado, en la mirada de las vecinas. Pero no alcanza la esfera pública con la misma fuerza que una polémica política o un fichaje deportivo. A la violencia contra las mujeres le hemos dado un espacio marginal, doméstico, como si fuera, de nuevo, una cuestión privada, una exageración en la narrativa social.

No lo es. Es una cuestión estructural, cultural, política. Un fracaso colectivo. Un país que permite que el asesinato regular de sus mujeres se convierta en paisaje, en rutina, en estadística, no es un país civilizado, sino uno atontado por una anestesia general.

Una marcha de mujeres vestidas de luto

Y es también un país hipócrita. Que celebra el Día Internacional de la Mujer con discursos vacíos mientras reduce los presupuestos de protección; que presume de igualdad mientras mantiene jueces que preguntan a las víctimas por su ropa o su conducta; que enseña a las niñas a defenderse, que se olvida de que los niños no agredan. Pobres niños, que están ya hartos de oír hablar de feminismo.
El feminicidio no es una cifra aislada, sino el extremo visible de un continuo que empieza con la burla, con la humillación, con el control. Con esa cultura que sigue educando a los hombres para ocupar todo el espacio y a las mujeres para que lo cedan. Cada asesinato no surge de la nada: germina en esa tierra vieja, empapada de miedo, silencio y desdén.

A veces se dice que las cosas han mejorado, que ya no somos el país de hace veinte años. Y es cierto: hay más conciencia, más denuncias, más leyes. Pero también hay más hartazgo, más negacionismo, más ruido. Las redes vomitan odio cada vez que se habla de violencia machista, los partidos extremistas minan el consenso, los medios trivializan. Y entre tanto debate, entre tanto ruido, las mujeres siguen cayendo. Una por semana.

Lo intolerable se ha vuelto norma. Lo excepcional, costumbre. Y cuando la costumbre sustituye a la conciencia, el futuro se pudre. Cada vez que una mujer es asesinada se fractura un pacto básico de convivencia: el que nos protege unos a otros del abuso del poder. Cuando el Estado, la justicia y la sociedad aceptan esa fractura, todos perdemos algo de humanidad.

No podemos seguir contando muertas como si fueran inevitables. No podemos seguir aceptando que “el año va bien” si el número es menor que el anterior. No se puede medir el horror por su descenso porcentual. Porque aunque el promedio se mantenga, aunque la estadística se cumpla, cada una de esas mujeres tenía nombre, voz, proyectos, un cuerpo único.

Cada una era alguien.

Y mientras las sigamos contando por semanas, mientras el país continúe ajustando su respiración al ritmo de esa cadencia sangrienta, seguiremos siendo corresponsables de la violencia que fingimos condenar. No hay sistema de protección suficiente si no hay duelo, si no hay rabia, si no hay memoria.
Una mujer muerta cada semana al final del año. La frase debería helar la sangre. Y, sin embargo, apenas provoca un suspiro resignado. En eso consiste la derrota: en acostumbrarse a que el horror cuadre siempre con el calendario.