Hacia el final de la segunda temporada de La diplomática, la mujer que en el primer episodio de la primera fue abruptamente nombrada embajadora de Estados Unidos en el Reino Unido, Kate Wyler (Keri Russell), se reúne cara a cara con aquella a la que, sin saberlo, ha sido preparada para reemplazar: la vicepresidenta de su país, Grace Penn (Allison Janney). Kate ha pasado la mayor parte de su vida en zonas de guerra negociando conflictos complejos, y la serie ha dejado claro desde el principio qué inadecuada es para un puesto que exige de ella -al menos es lo que ella asume- poco más que la labor en gran medida ceremonial de mantener las relaciones entre Washington y su aliado más fiel en Europa. En su encuentro con Penn, Kate tiene el cabello hecho un desastre, y aún le cuelga del pantalón el clip que usó para reemplazar el tirador roto de la cremallera. La vicepresidenta, en cambio, es la imagen misma de la elegancia fría y contenida, y aprovecha el momento y el contraste para lanzar algunos dardos a quien cree que será su sustituta.
“Este es un mundo visual”, le espeta a Kate. “Nadie leerá tus informes pero, mientras tanto, tu rostro aparecerá en los medios 12.000 veces al día”. En el cargo que ella ostenta, en otras palabras, la apariencia importa, y que Kate no comprenda algo -o que crea estar por encima de esas trivialidades- la enfurece. “Tú crees que tu cabello despeinado demuestra que está demasiado ocupada sirviendo a tu país como para ir a peinarte, pero más bien sugiere que duermes en horas de trabajo. ¿Y ese clip en la cremallera? Puede que pienses que te hace parecer práctica y directa, pero lo que comunica es que no puedes cuidar de tus pantalones, y mucho menos de un país”. Instantes después, Grace descubre que heredará el Despacho Oval, y que eso evitará que sus secretos y traiciones sean expuestas al público por Kate y su esposo, Hal (Rufus Sewell).

La nueva temporada de la serie empieza poco después de ese impactante final. Dotados de con información que podría hacer tambalear a los gobiernos de Estados Unidos y del Reino Unido, los Wyler se ven obligados a moverse en los escenarios diplomáticos más convulsos imaginables, casi tan complejos como los detalles de su matrimonio. Hal, un exembajador que se ha sentido menospreciado desde que su mujer llegó a la embajada en Londres, es arrogante e impulsivo, y Kate siente la nacesidad de mantenerlo a raya incluso después de que Penn lo haya elegido como su vicepresidente. Gran parte de los ocho episodios recién estrenados en Netflix giran en torno a cómo Kate y Hal gestionan la complicada logística de lo que ella llama un “matrimonio en público, divorcio en privado”.
Y entretanto, desde sus frenéticas escenas iniciales hasta su impactante giro final, en el que vuelve a quedar claro que no hay mayor motivo de preocupación que oír la frase “no hay nada de qué preocuparse”, en este tercera temporada La diplomática sigue siendo un drama político sensacionalmente entretenido y francamente adictivo, deudor tanto de El ala oeste de la Casa Blanca como de Anatomía de Grey -series en la que su creadora, Debora Cahn, trabajó al principio de su carrera- en cuanto que por un lado pretende darnos acceso al funcionamiento interno de la la política global mientras, por el otro, nos ofrece puro melodrama centrado en el conflictivo matrimonio de Kate y la tensión romántica latente que mantiene con el encantador secretario de Relaciones Exteriores británico. En suma, habla de la caótica intersección entre el amor, el trabajo y la guerra de los sexos en un entorno lo bastante grandioso como para intensificar los riesgos y la carga erótica de cada conflicto.
Y lo hace con inteligencia indudable… excepto cuando resulta más bien tonta, y no porque no sea ni remotamente fiel a las realidades de las relaciones internacionales o del funcionamiento de las altas esferas gubernamentales u organizaciones como la CIA, aunque efectivamente no lo es ni por asomo.

Quizá por la necesidad de comprimir en ocho episodios una cantidad de peripecia argumental suficiente para llenar al menos 20, la serie tiene la costumbre de omitir grandes fragmentos de la historia o ejecutar elipsis increíblemente agresivas como la que, en mitad de la tercera temporada, nos hace saber que una subtrama construida con paciencia desde el primer episodio no ha llegado finalmente a ningún lado; su metraje incluye giros genuinamente impactantes, pero también momentos en los que da la impresión de que los guionistas perdieron el hilo de lo que estaban contando y decidieron empezar de nuevo. Pero nada de eso, decimos, impide que la diplomática siga resultando del todo absorbente, en parte gracias a las generosas dosis de humor que logra extraer de los conflictos tanto entre países como entre amantes. En cualquier caso, su gran baza no es otra que la versatilidad y el carisma de Keri Russell, tan convincente aquí como lo fue en la piel de una abnegada espía rusa a lo largo de las seis magníficas temporadas de The Americans. Mientras equilibra la frustración constante de Kate con momentos de desarmante vulnerabilidad, la actriz logra sigue construyendo a su personaje como una sucesión de máscaras que van cayendo paulatinamente, y verlas hacerlo nos empuja a una montaña rusa de emociones y revelaciones.


