Este viernes 21 de noviembre se estrena Drácula: a Love Tale, la nueva película de Luc Besson. Así es, una nueva versión de Drácula. Uno ya pierde la cuenta de cuántas versiones nuevas de una película de vampiros van saliendo cada año. Si la pasada Navidad Nosferatu recuperaba la totémica versión de Murnau, en abril de este año Sinners nos dejaba con la boca abierta. Pero ¿Por qué seguimos acudiendo en masa a los cines para ver nuevas iteraciones de los mismos monstruos? ¿qué tienen los chupasangres que nos fascine tanto?
Los mitos de los vampiros llevan existiendo desde hace más de mil años en Europa del Este como una explicación sobrenatural a epidemias y virus. Sin embargo, poco a poco, a través de la ficción, los no-muertos empezaron a hacerse un hueco en la cultura popular por mérito propio. A base de historias, representaciones nuevas y radicales, y temas que iban desde lo corporal hasta lo existencial, estas criaturas demoníacas han moldeado el imaginario colectivo y se han transformado en un reflejo de nuestra evolución como sociedad.
La primera imagen del vampiro como lo entendemos hoy en día se la debemos al escritor romántico inglés John William Polidori. Su relato, El Vampiro, escrito en 1819 otorgó al mundo la primera representación ficticia del mito. La propuesta de Polidori nace en el concurso de relatos que celebraron Mary Shelley, Lord Byron y el propio Polidori en una noche tormentosa en Ginebra. En la misma noche en que Mary Shelley dio vida a su Frankenstein, Polidori presentó la estética de aristócrata seductor y misterioso que atormenta a un joven. Este modelo de historia es probablemente el que se ha convertido en el más habitual en las historias de vampiros, pero en el momento fue revolucionario por su manera de retratar al chupasangres como un sofisticado joven de alta clase social e introducir el matiz sexual que luego se ha integrado en la mitología del personaje.
Esa cuestión erótica se desarrollaría más en la novela Carmilla (1872) de Sheridan Le Fanu, que le daba tintes sáficos a su vampiresa protagonista. Fue otro paso de gigante en la representación del vampiro: ahora la protagonista era una mujer sedienta de sangre, además de liberada y capaz de ejercer el poder sobre su propia vida como gustase. Esta concepción se mantuvo con los años, dándole la vuelta al cliché de la mujer víctima y necesitada de salvación.

Sin embargo, la imagen definitiva del monstruo la firmaría Bram Stoker con su seminal novela Drácula (1897). El libro aunaba la herencia milenaria de tradiciones sobre el vampiro con la influencia de estas novelas para crear la versión definitiva del personaje y que se convertiría en el molde para todas las demás. Tomando al temible príncipe Vlad el Empalador como principal influencia, Stoker logró consolidar al no-muerto como una de los personajes más reconocibles de la literatura universal. Ahora bien, lo que terminaría de convertir al vampiro en un icono cultural y que lo permitirían evolucionar hasta límites insospechados, serían sus numerosas apariciones en el cine desde su mismo inicio hasta la cartelera de hoy.
La evolución del vampiro en el séptimo arte
Aunque poca gente lo sabe, fue el legendario George Melies el que llevó por primera vez a un vampiro al cine. Fue en su filme La Mansión del diablo (1896), con la que se adelantaba incluso al mismo Stoker. Sus tres minutos de metraje empezaban con la transformación de un hombre en murciélago, causando la conmoción del público y resultando en una de las mayores demostraciones técnicas de la época. La primera adaptación oficial de la novela de Bram Stoker llegaría en 1921 con Drakula halála del hungaro Károly Lajthay. Sin embargo, la que sería verdaderamente influyente fue una adaptación no oficial, y por la que la familia de Stoker demandó a su cineasta. Se trata, por supuesto, de Nosferatu (1922) de Friedrich Wilhelm Murnau. Con una apariencia cadavérica y taimada, de rostro macilento y orejas puntiagudas, el director alemán transformó al elegante galán del romanticismo en una criatura deforme, enjuta e inquietante que enmarcaría, con su estilo visual, las principales características de la corriente del expresionismo alemán.

Gracias a esta obra maestra del cine mudo, la criatura pasó a ser la gran estrella del cine de terror a nivel mundial. La Universal decidió que no podía quedarse fuera de esta moda, por lo que en el año 1931 estrenó Drácula, con el actor húngaro Bela Lugosi como el conde. El intérprete personificó una de las variaciones más emblemáticas, gracias al talante pulcro y señorial que aportó al personaje. El atuendo negro y blanco, y la larga capa oscura, tan caracterícticos del personaje, se lo debemos a esta película, aunque lo colmillos afilados no se mostraron hasta mucho después, por imposiciones de la censura. Esta iteración de Drácula es mucho más cercana a la manera en que Polidori ideó a su protagonista, y Bela Lugosi la encarnó de tal manera que ha quedado para la historia.
La Universal no fue la única compañía que quiso adaptar al cine la historia del conde. En los años 50 y 60, Hammer Films empezó a desarrollar varias sagas de cine de terror. Una de ellas, por supuesto fue Drácula, que comenzaría en 1958 con Horror of Drácula, con dos actores estrella en los papeles protagonistas: Christoffer Lee (el conde Drácula) y Peter Cushing (Van Helsing). Esta sería la primera de tres apariciones de Lee como Drácula, en un estilo radicalmente distinto en comparación con el de Lugosi. Pese a ser también elegante y aristocrático, el estilo de estas películas era mucho más pulp, vibrante, colorido y dinámico. Apostando por un terror más divertido, sangriento y rápido, estas películas tuvieron mucho éxito y fueron rápidamente replicadas en el cine serie B.

La diversificación de los no-muertos
Pese a su éxito inicial en esta época, el mito perdió popularidad en los 70. Para la llegada de los años 80, necesitaba un lavado de cara si quería seguir en auge y fueron varios directores jóvenes estadounidenses los que se lo devolvieron. Tony Scott con El Ansia (1982), Joel Schumacher con Jóvenes Ocultos (1987) y especialmente Los viajeros de la noche (1987) de Kathryn Bigelow mostraron una nueva perspectiva de los vampiros: seres de ultratumba camuflados entre los jóvenes de su generación, con el mismo gusto por la música rock, las fiestas y los excesos. Los vampiros seguían siendo terroríficos, pero ahora también representaban a su generación, creando nuevas metáforas, subtextos y estilos. Estos éxitos abrieron la puerta a la innovación en el género. Desde la estilización de películas como Fright Night (1985) hasta parodias como Vampire’s Kiss (1988) pasando por cintas centradas en la acción como Vampiros, de John Carpenter (1999) o Blade (1998); o el amor por el estilo romántico de las novelas aplicado al cine como en Drácula de Bram Stoker (1992) de Francis Ford Coppola.
Pero la diversificación no es solo formal. La mencionada El Ansia invierte las dinámicas de poder que la historia del Drácula tradicional sugiere con el conde y sus “novias”, para que sea la vampírica Catherine Deneuve quien imponga su poder sobre sus víctimas y colecciones (literales) de amantes.

Los vampiros humanizados de hoy
Esta idea de renovación tan radical del género ha sangrado hasta la más rigurosa actualidad. Con el inicio del siglo, el concepto se ha actualizado desde una perspectiva más reflexiva y humanista, dejando en pausa el divertimento estilístico de las décadas anteriores. La nueva década chupasangre está marcada por el estreno del blockbuster Crepúsculo (2008). En la adaptación de la novela adolescente de Stephenie Meyer, los protagonistas son adolescentes torturados por el conocimiento de su inmortalidad. El vampiro deja momentáneamente de ser el causante del terror para centrarnos en su drama interno. Se abría así un arco de redención dentro de la tipografía del vampiro hasta entonces desconocida que puso de nuevo a este ser icónico en las tendencias más populares.
Vistos frecuentemente como inadaptados, o hasta aliados de la humanidad que se apiadan de ellos, los vampiros se convierten en los representantes de los outsiders del mundo. Así, películas como Solo los amantes sobreviven (2013) lo presentan como símbolo del distinto, asociándolo con las crisis existenciales, la depresión y el deseo de trascendencia. También se les ha podido ver en registros más ligeros, como la simpática comedia vampírica Lo que hacemos en las sombras (2014) o en aventuras de ciencia ficción como Soy Leyenda (2007).

Los cambios sociales de estos tiempos también han hecho mucho por el género. El papel del vampiro ya no es solo masculino, y la mujer ha dejado de ser la víctima perfecta. Cintas como Una chica camina sola de noche (2014) o Déjame entrar (2008) ponen los colmillos a la mujer, al tiempo que esquivan el tropo de femme fatale seductora y letal. Estas vampiras están atrapadas en su naturaleza y muestran una amplia gama de complejidades en su personalidad y sus conflictos.
La nueva película de Luc Besson no hace más que demostrar que el no-muerto está más vivo que nunca, y que el subgénero vampírico tiene, 1000 años después del nacimiento de su leyenda, tanto que decir de nosotros como entonces.


