La nueva adaptación cinematográfica de la novela clásica de Mary Shelley realizada por Guillermo del Toro es un proyecto largo tiempo acariciado por su autor, que ha tardado años en materializarse. Su estilo inconfundible —esa combinación de gótico, romanticismo melodramático y carga simbólica— impregna cada fotograma, desde los decorados victorianos hasta la ambientación visual saturada de colores intensos y texturas ricas que remiten a vitrales, pintura barroca o detalles minuciosos en la ambientación.
Pero esta versión no es solo un ejercicio de recreación estética: Guillermo del Toro apuesta por captar la hondura filosófica y emocional del texto original. El guion, fiel en muchos puntos al espíritu de la novela, introduce desplazamientos de punto de vista —tanto del creador como de la criatura—, manteniendo sin embargo su propio sello narrativo y su carga metafísica.
Las actuaciones resultan absolutamente destacables: Oscar Isaac interpreta a Víctor Frankenstein con una presencia que alterna entre la ambición desbordada, la culpa profunda y la fragilidad existencial, atrapado en su obsesión creadora. Por otro lado, Jacob Elordi da vida a la criatura con una interpretación que no busca solo lo monstruoso, sino la humanidad que sufre —una presencia física imponente, al mismo tiempo vulnerable, capaz de alegatos morales e identitarios.

Sin embargo, destaca de modo especial el trabajo de Mia Goth en el papel de Elisabeth. En esta versión, Elisabeth no es meramente un apéndice romántico o circunstancial del relato masculino: se vuelve un eje emocional y moral, una presencia que irradia compasión, claridad moral y fuerza . Ella trasciende el papel tradicional de objeto de afecto o víctima del devenir, asumiendo un rol activo en la búsqueda del perdón y la reconciliación (y en su concesión).
El universo construido por Guillermo del Toro está cargado de simbolismo. Desde la ambientación victoriana hasta los paisajes árticos, la película estructura un viaje físico y espiritual. En su puesta en escena, la criatura persigue a su creador a través de un entorno hostil —hielo, gélidas tormentas, barcos atrapados— que refleja la tensión interna entre creador y creación.
En paralelo, se van desvelando las raíces familiares del creador: su padre abusivo, su favoritismo hacia el hermano menor, la ausencia materna, el peso de la culpa y los deseos de trascender la muerte. Esa genealogía cargada de conflictos internos se entrelaza con la existencia fragmentada de la criatura, formada a partir de restos humanos diversos, que busca no solo su origen físico sino también su identidad.
Temas centrales: identidad, amor, perdón
El corazón de la película —al igual que en la novela— es la criatura que busca a su creador, pero también busca a su padre. Hay una dimensión paterna cargada de tensiones: el creador experimenta el poder de dar vida, pero también la culpa de abandonar lo creado. La criatura, ese ser ensamblado de partes que no le pertenecen, recorre un camino de autodescubrimiento, preguntándose quién es, qué derecho tiene a existir, qué significa el amor que no recibió.
Elisabeth aparece aquí como puente entre ambos mundos: ella representa la compasión, el amor incondicional y la capacidad de perdón. Aunque su linaje social la vincula al hermano y al creador, su humanidad la aproxima a la criatura. En su mirada se constata esa ternura capaz de reconocer el dolor ajeno, reconocer al otro más allá del cuerpo extraño. Esa figura femenina aporta la luz necesaria para que ambos —creador y criatura— puedan reconocerse en su vulnerabilidad.

El perdón se vuelve un motor narrativo: la criatura no solo busca respuestas, sino redención. Víctor, por su parte, debe asumir responsabilidades, reconocer sus errores y permitir que su creación exista con dignidad. Elisabeth, en su papel, refleja el poder transformador del perdón, la única vía verdadera hacia la reconciliación.
La película no se contenta con el horror clásico ni con la recreación gótica superficial. Hay un trasfondo metafísico: la creación es un reflejo de la idea de la existencia humana fragmentada, de la construcción de la identidad en torno a piezas prestadas, heridas y silencios. La búsqueda del creador y su criatura es también una búsqueda interior: quién soy, de dónde vengo, qué merezco.
Ese viaje interior se refleja en lo visual (espacios claustrofóbicos, entornos vastos que reflejan soledad, contrastes entre luz y oscuridad, cuerpos ensamblados que chocan contra su identidad). El discurso de Mary Shelley sobre la responsabilidad del creador —y sobre las consecuencias de jugar a ser dios— se mantiene vivo, pero Guillermo del Toro añade una dimensión emocional profunda, casi sacrificial.

La propuesta cinematográfica logra lo que muchas adaptaciones sueñan: respetar la esencia trágica del texto original al mismo tiempo que infunde nuevas capas de humanidad y sensibilidad. Es una película conmovedora, que no solo habla de monstruos exteriores, sino de heridas interiores, de relaciones rotas y de la posibilidad de reconciliación.
El universo visual es majestuoso sin caer en la gratuidad: cada elemento de producción, cada vestuario, cada escenario actúan como espejos del estado emocional de los personajes. La narrativa logra conmover porque articula temas universales: la búsqueda del padre —literal y simbólico—, la confrontación con la propia identidad fragmentada, el perdón que redime tanto al culpable como al inocente, y el amor que trasciende cuerpos y formas.
La versión de Frankenstein dirigida por Guillermo del Toro es un logro cinematográfico que respeta la esencia del mito clásico mientras lo resignifica desde una mirada profundamente humana y emocional. La película habla al corazón, pero también a la conciencia: la criatura que busca a su creador es también el ser humano que busca su propia identidad. Y la figura femenina que emerge —una Elisabeth empoderada en su ternura— muestra que el perdón y el amor pueden reconstruir lo fragmentado.




