El lado inquietante y aterrador de los cuentos de hadas siempre ha estado presente en el subtexto de las adaptaciones que Disney ha hecho de ellos, pero ninguna de ellas se atrevió a mostrarlo tan explícito ni tan cubierto de sangre como la ópera prima de Emilie Blichfeldt. Relectura de La Cenicienta en forma de comedia de terror sobre la miseria que las mujeres soportan para ser atractivas con la esperanza de captar la atención de los hombres, La hermanastra fea ataca la misoginia de los relatos populares clásicos reemplazando sus anticuadas nociones sobre el amor con sangre, podredumbre y vómito. Suele decirse que la belleza duele, y Blichfeldt defiende la verdad oculta en ese argumento de forma tan violenta como hilarante.
Con ese fin, la directora noruega aparta el foco de la Cenicienta para mantenerlo sobre una de las denigradas hijas de su madrastra. En concreto, es la historia de Elvira (Lea Myren), que pasa de ser una adolescente inocente a convertirse en un aberrante reflejo de la vanidad y la ambición de su madre, y que acepta un terrible sufrimiento para atraer al príncipe. Al principio de la película, su cutis está lleno de manchas, su cabello es un desastre, y la vemos disfrutar demasiado de comer pastel; al mismo tiempo, está tan consumida por sus sueños de realeza que está dispuesta a llegar a cualquier extremo para cumplirlo.

La ayuda de la que dispondrá para ello no proviene de un hada madrina, sino de un cirujano demente llamado Doctor Esthetique, que la somete a un largo y doloroso procedimiento para alargar sus pestañas cosiéndolas a los párpados, en una secuencia sobrecogedora compuesta por primeros planos que evocan el cine de Dario Argento. Asimismo, el médico le quita los frenillos de la boca con unas enormes tenazas para “mejorar” su sonrisa y, para corregir su perfil, le rompe la nariz con un martillo y un cincel antes de cubrirla con un bozal metálico sujeto al rostro mediante correas. Por último, para perder peso Elvira traga un huevo de tenia, y mientras los gusanos le crecen y gruñen dentro de su vientre sigue comiendo sin ganar lorzas. ¿Quién necesita Ozempic?
Mientras mantiene el foco puesto en varios personajes que el cuento original considera villanos, La hermanastra fea retrata a la Cenicienta de esta historia como una mocosa engreída que es degradada a sirvienta tras ser sorprendida teniendo relaciones sexuales con un mozo de caballerizas. Aun así, la película no plantea la relación entre ambas como la rivalidad entre mujeres que compiten por la atención del príncipe que sí escenifica el cuento original; aquí, todas las mujeres son instrumentos al servicio del disfrute de los hombres. La película nos invita no a dejar de sentir nuestra simpatía por Cenicienta para sentirla por su incomprendida hermanastra, sino a extenderla a todos los personajes femeninos.

A medida que avanza, La hermanastra fea modifica su tono hacia lo grotescamente cómico mientras el comportamiento de Elvira se vuelve cada vez más autodestructivo. Desde el principio sabemos que su periplo no acabará bien, y Blichfeldt nos muestra cada paso de su descenso a los infiernos con un nivel de detalle asombroso. Y en el proceso la película subvierte ese lugar común según el que el cuidado de la belleza exterior permite que aflore la belleza interior oculta. Pero la experiencia de Elvira demuestra lo contrario, ya que aquí su mutilación física en busca de la belleza exterior para hechizar al príncipe no hace sino corroer su alma hasta que la podredumbre se manifiesta externamente.
Blichfeldt demuestra conocer con exactitud el nivel de incomodidad que puede generar en el espectador, y escena tras escena tantea la posibilidad de llevarlo un poco más lejos, valiéndose para ello no solo de una imaginería sórdida, sino también de la posición de la cámara, el diseño de sonido y un ritmo de montaje cuidadosamente calibrado. Como resultado, La hermanastra fea resulta genuinamente repulsiva y por momentos indigesta, pero su motor no es tanto la simplona intención de provocar como la creación de atmósferas y texturas y, sobre todo, la furiosa necesidad de hacer que cualquiera que alguna vez se haya sentido como una hermanastra fea -es decir, casi todas y todos- comparta las ilusiones, las náuseas, la angustia, el sufrimiento y la tristeza de su protagonista.




