Justo cuando se cumplen 50 años de la muerte del dictador y del inicio de la Transición, la página más reluciente de nuestra Historia más inmediata, vemos cómo se tensiona todo hasta límites insospechados. Un país que no pone en valor su Historia, que no es capaz de dejar a un lado la crispación para celebrar la mayor de sus gestas colectivas, la del abrazo y el futuro, es un país enfermo. Hemos llegado a esta efeméride con todo del revés, con la política reivindicando a la inversa todo aquello que conseguimos levantar a través de la unión, el respeto y el diálogo, haciendo que se tambaleen los cimientos de esa casa común en la que hemos vivido medio siglo de paz y convivencia.
Me duele el empeño de unos y de otros en querer tirar por la borda todo lo que se ha hecho bien. Me repugna esa bastarda aspiración contemporánea de vivir en las trincheras de fanatismo, trincheras analfabetas en las que la razón no vale nada más que un titular apresurado, que un lema baratucho creado para remover las entrañas y azuzar el desencuentro. Tal es el desatino que esta semana hemos asistido a una de las mayores escenificaciones de todo ese mal que se ha ido sembrando.
El fallo del Tribunal Supremo que condena al Fiscal General del Estado, el primero de nuestra Historia, marca un hito que nos explica hasta dónde están llegando de lejos nuestras ansias de irresponsabilidad. Álvaro García Ortiz debería haber dimito tras su imputación, pero nuestro Gobierno, empeñado en el relato y en continuar con sus cuentas polarizadoras, ha permitido que se redondease el dislate. Pedro Sánchez, aferrado a su gimnasia de resistencia, parece dispuesto a hacer saltar por los aires todos los pilares de nuestras instituciones con tal de cimentar ese muro divisivo que le sirve para defenderse de la corrupción, la impotencia y la realidad.
Ha jugado como un kamikaze, apostando de manera salvaje e irrespetuosa, como si en vez de líder del Ejecutivo fuera un tertuliano cualquiera. Su entrevista en El País dictando su propia sentencia cuando aún el juicio seguía vivo fue toda una declaración de intenciones de lo que ha venido después, un anticipo de lo insólito. El ataque a la separación de poderes, la confusión entre los relatos ventajistas y el trabajo de la Justicia.
Llevamos 48 horas viendo cómo cortesanos y analfabetos de toda índole cargan de manera furibunda contra la decisión de la Sala Segunda sin ni siquiera conocer la sentencia. Activistas bobos y sin escrúpulos dando lecciones desde la legitimidad que les otorga el sectarismo hablando de Golpe de Estado Judicial, mezclando el 20 de Noviembre con lo que estaba sucediendo, tirando de frases infantiles, como si fuera aquello la panacea de las ocurrencias. Que si el franquismo no ha muerto, que si ahora lleva puñetas y toga. Que si han condenado a un inocente mientras un defraudador confeso se va de rositas, aduciendo ese argumento tramposo y populista que constituye una mentira asquerosa, seductora para los oídos de quien no sabe cómo funciona esto y que el futuro penal del novio de Ayuso va por otros cauces. Qué asco, qué pandilla de descerebrados, incapaces de frenar esta deriva dañina y peligrosa. Un Fiscal General del Estado no puede revelar los secretos que debe custodiar, tampoco comportarse como un Jefe de Gabinete ni desvivirse porque no les ganen el relato.
Ver a los ministros entregarse a la desvergüenza para seguir manteniendo las consignas viciadas con las que decidieron comenzar esta partida de la que solo podemos salir todos escaldados produce arcadas. Asistir a la declaración velada, cobarde y mezquina de Sánchez en la presentación de ‘Anatomía de un instante’, acusando por lo bajini a los jueces de ir en contra de la soberanía popular, produce pavor, evoca a lo caraqueño, al asomo de una patita que más que enseñarla no para de meterla hasta el fondo. Está transitando lugares de los que luego no podrá volver, pero qué esperar de un tipo que ya nos advirtió de que estaba dispuesto a gobernar sin el concurso del Legislativo, qué esperar de alguien que desde el principio no ha dejado pasar la oportunidad de colocar a la Justicia en todos los bretes que ha podido.
Tampoco ayuda el tono de la declaración de Isabel Díaz Ayuso, la otra cara de la moneda. Que en vez de mantener la institucionalidad y llevar su rotunda victoria con madurez, ha decidido seguir echando más leña al fuego, empatando el tono grueso e incendiario de los que jugaron sucio. Pero todo esto sigue su curso, y nadie parece dispuesto a poner cordura.
El horizonte de Sánchez es desastroso, y eso lo convierte en doblemente peligroso. Al episodio del Fiscal hay que añadirle el nuevo informe de la UCO sobre el que fue su número dos hasta hace dos días, ese Santos Cerdán al que ahora nadie conocía de verdad. Veremos ahora su réplica al varapalo, su próximo delirio al colocar en el puesto vacante de Fiscal al sujeto más polarizador que encuentre. Lo veremos seguir intentando socavar la figura de la Justicia ante el rosario de procedimientos que tienen abiertos sus colaboradores más cercanos y su entorno.
Vivimos tiempos convulsos, en los que solo parece estar a la altura nuestro Rey, al que ni Pedro Sánchez ni Santiago Abascal quisieron acompañar en el acto de los 50 años de la Monarquía. Allí, Felipe VI, reivindicó la receta que nos hizo ser la democracia que hoy somos. La de la concordia y el diálogo. El de verdad. Estamos en un momento crucial y decisivo, en una encrucijada en la que se dilucidará si estamos a la altura como sociedad. Hay que bajar las pulsaciones, volver a la senda de la estabilidad. Mucho me temo que quedan meses de extrema tensión, pero creo en ese monumento que hicieron y nos legaron todos aquellos hombres y mujeres que supieron mirar al futuro juntos. Creo en su fortaleza, y en que seremos capaces de no terminar de demoler aquello que hasta ahora nos ha estado amparando.


