¡Es el espíritu, estúpido!: de cómo no saber pintar ‘Frankenstein’ con los pinceles del cine

De vez en cuando era un regular estudiante y mis padres me exiliaban a estudiar en el “camarote”, una especie de ático que teníamos en casa, acondicionado como un pisito. Perfecta ejecución del pastoreo educacional de los ochenta: “poned tierra de por medio con el chaval, a ver si por ósmosis se ilumina académicamente”

Guillermo del Toro (i), obsesionado desde niño con el 'Frankenstein' de Mary Shelley, junto a Jacob Elordi (d) que da vida al monstruo más humano, en el set de rodaje.
EFE/ Ken Woroner/Netflix

Aquello, obviamente, no pasó, como te puedes imaginar, pero sí que me iluminó de otra manera: mi opción fundamental en la vida, después del cinturón de seguridad vital, la encontré en el cine. En aquellas incursiones al altillo de la nada académica, escondía entre los apuntes un ejemplar “didáctico”, de estos llenos de notas explicativas, de la novela Frankenstein o el moderno Prometeo. Así que, entre las tardes lluviosas de aquella ciudad norteña, la soledad del flexo, el insoportable Nor, Nori, Nork de gramática en Euskera y mis dieciséis años recién cumplidos, el alma del cuento gótico de la joven Mary W. Shelley caló en mis huesos como una tormenta de romanticismo.

Te podrás imaginar, entonces, la ansiedad emocional con la que he esperado el Frankenstein de Guillermo del Toro, treinta años después del último desengaño, sus críticas deslumbrantes a su paso por el Festival de Venecia, las repetidas alabanzas a que, ¡por fin! un director con la sensibilidad de una crisálida había sabido captar el alma oscura, melancólica y trascendental del relato de Shelley.

Y te podrás imaginar, entonces, el enorme chasco que me ha supuesto su visionado. Otra vez. Una vez más. Y ya van muchas, demasiadas.

Volvamos al camarote. Cosido por la impresión que me causa su lectura y mi incipiente amor al cine, corro a buscar sus adaptaciones al celuloide y me topo con los míticos Monstruos Clásicos de la Universal, monumental saga basada en delirantes adaptaciones de clásicos de la literatura popular, barnizadas por el terror más adorable y primigenio: El fantasma de la ópera, Drácula, El hombre invisible, La momia… quizá algo simplistas, pero todas poseedoras de una rara poesía. Entre ellas destacan con luz propia las dos obras maestras de James Whale, Frankenstein y, especialmente, La novia de Frankenstein, que toman prestado el mito de Prometeo para construir el suyo propio. Ni ellas presumían de fidelidad a la materia prima, ni yo la buscaba en ellas. Tampoco hacía falta. Sabiendo que chupaban solo la cabeza de la gamba y escupían el contenido, esto es, la sustancia intelectual del libro, constituyen, sin embargo, una mirada tremendamente personal a la ficción de Shelley y logran extraer la lírica mortuoria original desde un prisma completamente diferente, cuajado, además, de un humor que en la narración inicial no aparece y que la enriquece. Según confiesa el propio del Toro, vio ambas películas antes de leer el libro. Quizá ahí se encuentra la clave de su mirada oblicua y disparatada, que tratando de ser fiel a –lo que él cree que es- la novela en sus dos versiones (1818 y 1831), naufraga como un rompehielos danés en el Polo Norte.

Pero viajemos otra vez en el tiempo, unos años después del “camarotazo”. 1994. Precuela involuntaria del evento de Guillermo del Toro, esta vez con alguien mucho más cercano al universo de la historia, Kenneth Branagh, enfant terrible del cine de los 90, anglosajón como Shelley, shakesperiano nivel platino y con todos los dólares de TriStar Pictures para construir su mundo imaginado. Aparece entonces el fantasma del cine “literario”, redunda su filme con el título Frankenstein de Mary Shelley y se rodea de la guardia pretoriana del prestigio, con el mejor actor del mundo, Robert de Niro, interpretando al “engendro”, una actriz, Helena Bonham Carter, dibujada para interpretar a Elizabeth y el propio Branagh como “padre de la criatura”, en claro metalenguaje consigo mismo. El cóctel mainstream no puede ser más decepcionante. Ampulosa, pretendidamente trascendente y, sobre todo, demasiado consciente de sí misma. Fiasco total.

Algunos años más tarde, ya en la escuela de cine, me encontré con la mejor adaptación, la más libre al no tratarse de una mera traslación al cine, pero que mejor ha conectado con el espíritu primario. Y, además, española. Remando al viento, la gran película de Gonzalo Suárez es una recreación de la trágica realidad de todos aquellos que acompañaron a Mary cuando concibió la historia, su esposo, Percy B. Shelley, Lord Byron, Polidori, y cómo su director dialoga con la novela en forma de metacine. Remando al viento no es una adaptación de la fábula, pero capta el aire trágico de aquella y lo reinventa en una de las mejores películas españolas de siempre.

Y hasta ahora, que había dejado al “horrendo huésped”, como lo llama su creador, dormitando tranquilamente en la cunita de los libros y las películas, y han entrado con todo su oro y bajo palio Netflix y Guillermo del Toro, elefantes en una cacharrería. Y la han despertado. A mi furia. Y realmente no sé qué me molesta más en esta película, si su infantilismo reduccionista, marca de la casa de nuestra era, el constante subrayado con el stabilo del guion, dale borrico al trigo para dummies, su nulo hálito metafísico, siquiera levemente filosófico, o la reducción de los potentes, modernos y complejos personajes a la más áspera y pánfila inanidad (alguien debería explicar al director que los mohínes de Mia Goth o las carusas de Elordi no son sinónimo de hondura). Todo ello aderezado con toneladas de regusto gore, violentamente gratuito, que convierte el tono etéreo y mate de la novela en zafio plastidecor, de un director que se toma el derecho de decir a propósito de una película con una disneyana puesta en escena, cosas como: “Quiero escenarios reales. No quiero digital. No quiero IA”. Si todo eso es lo más elevado que puede darle a una historia preñada de complejidad, estudio del alma humana, filosofía, poesía, lo siento, compadre, no has entendido nada. O a lo peor, no han dejado que lo expreses y han comprado tu supuesta obsesión para transformarla en un nuevo paradigma del cine en streaming: respuestas en lugar de preguntas, bien mascaditas, como la comida del polluelo. Y, de hecho, los dos cambios principales de caracteres que el director introduce respecto del original, la relación de Víctor con su padre, representado en la película de una manera pueril y esquemática y, especialmente, la complejidad del personaje de Elizabeth, que en el filme deviene en la prometida de su hermano William, un niño en la novela, en lugar de la suya (y además de ser su prima o hermana adoptiva según las versiones publicadas por Shelley) para, probablemente, “entenderla mejor”, no vaya a ser que nos asustemos, ¡oh, incesto!, y que no hacen sino apuntalar la tendencia del cine actual en asumir al espectador como si fuera poco más que una ameba con patas, un completo imbécil que no es capaz de desentrañar la metafísica de la historia, la metáfora de la creación. Parafraseando a la reina apócrifa de Venezuela: “No te lo perdonaré jamás, Guillermo del Toro, ¡jamás!”. Tu Frankenstein funciona como lo que es: fanfarria, ruido, HighTuning cinematográfico, con todas las chucherías que el software audiovisual ofrece y que esconde, cual trampantojo, el vacío autoral.

P.D. No tengo tiempo de llegar a más versiones. Tampoco las quiero, visto lo visto. La forma ha devorado al fondo. Volveré al camarote, que ahí sigue, intacto, consultaré de nuevo el ejemplar didáctico, que aún conservo a mi lado mientras escribo estas líneas, visionaré otra vez los clásicos de la Universal, las siete pelis de la Hammer, o me reiré con El jovencito Frankenstein, las de Abbott y Costello o La familia Monster. Tal vez así, entre la vigilia y el sueño, se me aparezca la criatura como solo yo me la imagino y me susurre aquello de “tú eres mi creador, pero yo soy tu dueño: ¡obedéceme!”.

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