Andaba yo últimamente bastante cabreado con el cine, ese señor tan viejo y circunspecto. Las últimas dosis de mandanga que la sala oscura me había provisto, jaleadas desde los dealers del sector por su supuesta capacidad para hacer volar y flipar al consumidor, no resultaron más que vieja mercancía rancia y desgastada, como el amor, de tanto usarlo: estos dos chutes se llaman Sirat (Oliver Laxe), la cinta que va a representar a España en los Oscar, si la seleccionan y no explota antes y, especialmente, el despropósito de Paul Thomas Anderson y su infumable pastiche de 150 millones Una batalla tras otra. Las dos me cayeron realmente mal.
Deambulaba yo así, decía, dándome cabezazos por las esquinas, refugiándome en Stanley como quien se toma un ibupro, y haciendo el avión a las cariátides de los cines Renoir en mi paseo diario, cuando, de pronto, dos hadas vinieron a salvarme, apariciones marianas del cinematógrafo: una, con un crucifijo, otra, con un misil nuclear. Ya sabes, la cruz y la espada, como los caballeros Templarios. Caballeras, en este caso.

La primera, Alauda Ruiz de Azúa, española, de Bilbao concretamente, porta una cruz barnizada de verdad cinematográfica con su valiente y, sobre todo, a contracorriente, Los domingos, que narra, en apariencia, la historia de Ainara, una chica de diecisiete años que se enfrenta a un “proceso de discernimiento”, pero también a su familia y a su entorno, en su opción fundamental de convertirse en monja, y de clausura. Toma disrupción.
Y digo aparentemente porque la cineasta lo que realmente nos quiere contar, pero rascando, es la historia de su tía Maite, luminosa como siempre Patricia López Arnaiz, de largo la mejor actriz española de los últimos tiempos, desnudando en ella las contradicciones de la naturaleza humana y cómo por amor somos capaces de pasar de dioses a monstruos, del purísimo amor al odio más pecuniario y sobrevolar todos los estadios de la condición humana, desde la más pura bondad hasta la más cruel de las abyecciones. Y Ruiz de Azúa toma como trampantojo la historia, bastante plana por otra parte, de Ainara, para ponernos ante el espejo de nuestro absurdo. Al final, la directora ha cambiado el crucifijo por una concha de oro.

La segunda, la del misil balístico que va a acabar con occidente si no nos damos prisa, así, de entrada, es la vieja conocida Kathryn Bigelow, californiana ella, que le ha pedido unos cuantos millones de dólares a Reed Hastings para rodar una película que se mete con él y con todos los señoros que dominan el mundo, desde el presidente de Estados Unidos, un NPC que queda muy bien tirando triples delante de las cámaras, pero que cuando tiene que decidir de verdad el destino de la humanidad se deja llevar por un becario misántropo vestido de comunión que porta una carpeta de anillas Centauro, hasta un Secretario de Defensa (magnífico, como siempre, Jared Harris) que opta por una salida, digamos más atlética, un saltito al vacío sin paracaídas.
De nuevo una historia aparentemente de género, narrada con el vigor y la intensidad marca de la casa, que en realidad nos habla de otras cosas mucho más complejas: la futilidad de la naturaleza humana (“¿nos hemos gastado 50.000 millones para esto?”, dice al aire el saltador de altura) y la fragilidad de nuestra civilización, que ha avanzado bastante poco desde que los homínidos de Kubrick descubrieron los huesos de tapires y se dedicaron a darse garrotazos. Una casa llena de dinamita es un filme de tesis, un movimiento moral de una artista en el final de su discurso y un ejercicio de estilo que no solo la convierte en, probablemente, la mejor directora de la historia del cine, sino en el mejor cineasta del momento. O la mejor cineasta, qué más da. Sin géneros, sin sellos.

No hay en ninguna de estas dos grandes obras ninguna pista que nos diga que están dirigidas por mujeres. Y eso es bueno. Es muy bueno. Porque desplaza el centro del debate a lo que a los yonkis del cine nos interesa: queremos buenas películas, queremos suspendernos incrédulamente, queremos llegar al centro de todo al asalto, queremos preguntas, no respuestas, queremos cine. Y Alauda y Kathryn, que no pueden tener una mirada fílmica más diferente, me lo han regalado.
Coincide esta reflexión con la celebración en estos días en Madrid de la VIII edición del Festival de Cine por Mujeres. Iniciativa valiosa y necesaria, que reivindica el cine hecho por mujeres y cuyo principal objetivo, según reza en su memoria, es el de “visibilizar el trabajo y el punto de vista de las mujeres en la creación y la industria cinematográfica que buscan enriquecer la cultura con una mirada diversa y plural, contribuyendo así a reducir la desigualdad de género en la industria cinematográfica”.

Más de 70 filmes, diseminados en espacios culturales representativos de la ciudad, que ponen el valor la mirada femenina, tan dispar como la de los hombres. No sé lo que pensará Kathryn Bigelow y sus obuses nucleares de todo esto. Supongo que, al igual que a mí, le parecerá una propuesta estupenda, siempre que la forma no sepulte al fondo, esto es, que la etiqueta no se imponga a la calidad artística.
La calidad, el talento, el arte cinematográfico no entiende de sexos. Entiende de miradas, de complejidad, de entomólogos del alma humana como Ruiz de Azúa y Bigelow, que han conseguido emocionar al que esto firma, sean diosas, demonios, mujeres, hombres o viceversa.


