Pocas herramientas han aliviado tanto trabajo físico sin que nadie repare en ello. La fregona: discreta, rudimentaria, barata. En apariencia, nada más simple: un palo, unas tiras absorbentes, un cubo con escurridor, pero detrás de esa sencillez se oculta una historia de espaldas rotas, de rodillas hinchadas, de manos agrietadas. Y, obviamente, de mujeres.
Durante siglos, fregar el suelo significaba arrodillarse, un gesto que mezclaba esfuerzo físico con humillación simbólica. Quien se agachaba a limpiar quedaba automáticamente por debajo de quien pisaba. La fregona, sin proponérselo, cambió esa imagen.
En el siglo XV, los marineros británicos ya usaban fardos de estopa atados a un palo para limpiar las cubiertas de los barcos. En este caso eran hombres jóvenes, grumetes. En tierra, en cambio, esa tarea quedaba reservada a las mujeres más pobres: niñas en casas ajenas, esposas en las suyas, viudas que encontraban en la limpieza el único modo de ganar algo de dinero. Si había una escala dentro del trabajo doméstico, fregar se encontraba en el último peldaño.
A lo largo del siglo XIX se registraron distintos modelos de útiles para fregar que evitaban tocar el agua; pero contaban con el inconveniente de que eran pesados, difíciles de usar o demasiado caros. Las enfermedades de quienes fregaban proliferaban, tan comunes como ignoradas: bursitis, lumbalgias, irritaciones en la piel. Y mientras tanto, el estereotipo persistía: la mujer con rodillera, trapo y balde, a la espera de que alguien la salvara. Como la Cenicienta de los cuentos.
En 1953, en Avilés, una madre y una hija —Julia Montoussé y Julia Rodríguez-Maribona— diseñaron un sistema con palo, trapo y cubo. Registraron el invento como “modelo de utilidad” y lo utilizaron en su entorno. Carecían de fábrica o de medios para producirlo en masa. Su creación pasó completamente inadvertida.
Años después, en Zaragoza, el ingeniero Manuel Jalón Corominas observó cómo en las bases aéreas estadounidenses se usaban mopas con rodillos para limpiar hangares. Adaptó la idea, desarrolló un prototipo más ligero, cambió el trapo por tiras sintéticas, añadió un escurridor. En 1964 registró la patente de invención. Comenzó a fabricarla en serie con su empresa Manufacturas Rodex. En pocos años, vendió millones. Si le preguntamos a la mayoría, él fue el inventor de la fregona.
La historia oficial tardó en reconocer a las dos Julias. Solo en tiempos recientes se ha empezado a hablar de ellas como precursoras. Su aportación, aunque rudimentaria, sentó la base del invento. Aún así, el relato dominante celebró al ingeniero con visión de negocio, no a las mujeres que pensaron en cómo aliviar su trabajo. Nada nuevo.
Lo cierto es que la fregona transformó el paisaje doméstico. Permitió limpiar sin agacharse, sin mojarse las manos, sin cargar con cubos repletos. Se volvió tan imprescindible como invisible. Hoy, a pesar de los robots de limpieza y los suelos inteligentes, sigue en uso en millones de hogares y centros de trabajo. Su eficacia, su bajo coste y su sencillez siguen siendo insuperables.
Y, sin embargo, fregar suelos sigue siendo tarea de mujeres. En hoteles, hospitales, oficinas… Cambió la herramienta cambió, pero no el reparto. Muchas de las que hoy empujan una fregona lo hacen por un salario, pero la precariedad persiste, y la invisibilidad, también.
La fregona fue un avance técnico, pero su importancia real está en lo que representó: la dignidad mínima de llevar a cabo un trabajo de pie, sin arrastrarse. De mantener la espalda recta incluso en el trabajo más despreciado, tanto por orgullo como por salud. Nadie debería vivir siempre de rodillas.
Espido Freire, autora de “La historia de la mujer en 100 objetos” ed.Esfera Libros, ha seleccionado 31 para una saga veraniega en Artículo14 donde hace un recorrido por algunos de los objetos que más han marcado a las mujeres a lo largo de su historia.