Entre los grandes títulos del cine de ciencia ficción, pocos resultan tan exigentes y enigmáticos como Solaris, la película dirigida en 1972 por Andréi Tarkovsky. Considerada por muchos como la respuesta soviética a 2001: Una odisea del espacio, la obra de Tarkovsky es, sin embargo, una criatura completamente distinta: introspectiva, filosófica y profundamente emocional.
Un filme que, lejos de limitarse a los parámetros del género, convierte la experiencia cinematográfica en un viaje hacia el alma humana.
A día de hoy, Solaris sigue siendo una joya olvidada para el gran público. Quizás por su ritmo lento, su densidad temática o su duración cercana a las tres horas. Sin embargo, para el espectador dispuesto a dejarse llevar por su propuesta, ofrece una recompensa única.
‘Solaris’: un viaje hacia el dolor y la memoria
Basada en la novela del escritor polaco Stanislaw Lem, Solaris narra la historia de Kris Kelvin, un psicólogo que es enviado a una estación espacial que orbita el planeta homónimo. Lo que debía ser una misión técnica se convierte en una pesadilla emocional cuando Kelvin empieza a experimentar visiones, incluyendo la reaparición de su esposa muerta. El planeta, cubierto por un vasto océano vivo, parece generar materializaciones físicas de los recuerdos más dolorosos de cada visitante.
La trama de Solaris se convierte así en una exploración de la culpa, la pérdida y la imposibilidad de redención. No hay monstruos ni explosiones, sino silencios, espacios vacíos y miradas que confrontan verdades insoportables. Es, en definitiva, una película más cercana a la filosofía que al entretenimiento, una excepción dentro del género.
A diferencia de otros clásicos de la ciencia ficción, Solaris no está construida sobre la fascinación por la tecnología, sino sobre una pregunta profundamente humana: ¿puede la razón explicar el sufrimiento? Tarkovsky no busca conquistar lo desconocido, sino enfrentarse a él desde la vulnerabilidad. Por eso, en este filme, lo alienígena no se presenta como enemigo, sino como reflejo.
Desde los primeros minutos, la película revela su lenguaje propio. Los 45 minutos iniciales transcurren en la Tierra, en una dacha familiar donde Kelvin se despide de su padre. Esta introducción aparentemente ajena a la ciencia ficción se convierte en la clave emocional de lo que vendrá. Al final de la cinta, Kelvin volverá a ese mismo lugar… aunque no exactamente.
El planeta como espejo del alma
En Solaris, el planeta no se deja estudiar ni entender. Los científicos a bordo de la estación viven perturbados por figuras de su pasado. Uno de ellos incluso se suicida antes de que Kelvin llegue. El protagonista, al encontrarse con una réplica de su esposa muerta, la expulsa al espacio… pero ella regresa, consciente de su naturaleza artificial. A partir de ahí, la película despliega una sucesión de escenas que cuestionan el sentido de la realidad, el dolor y el recuerdo.
Solaris no ofrece respuestas fáciles. Al contrario, se construye como un espejo emocional que enfrenta a los personajes —y al espectador— con aquello que desearían olvidar. En lugar de ofrecernos una solución narrativa, Tarkovsky prefiere la ambigüedad. Y es en esa ambigüedad donde reside su fuerza.

Uno de los rasgos más distintivos de Solaris es su puesta en escena. Tarkovsky emplea planos largos, encuadres pictóricos y silencios prolongados que detienen el tiempo. Cada imagen está cuidadosamente compuesta, no solo como vehículo narrativo, sino como parte de una experiencia sensorial. La estación espacial, desordenada y fría, contrasta con los paisajes húmedos y neblinosos de la Tierra.
El agua, presente de forma recurrente, funciona como símbolo de lo espiritual, lo inconsciente, lo transformador.
Solaris es, en este sentido, una obra que se siente tanto como se comprende. La imagen no es nunca decorativa. Todo en ella remite a tensiones internas, a emociones no verbalizadas. Es una película donde la forma y el fondo son inseparables.