Cuando la guerra de Troya terminó y los héroes regresaron a casa, Ulises no lo hizo. En Ítaca, su ausencia se alargaba tanto que los pretendientes de Penélope, su esposa, comenzaron a exigirle que eligiera nuevo marido. Telémaco, su hijo, era demasiado joven para gobernar, así que Penélope propuso un trato: se casaría cuando terminara de tejer la mortaja de su suegro Laertes. Pero lo que tejía de día, lo destejía de noche. Durante años, mantuvo a raya a sus acosadores gracias a este ardid.
La mortaja —sábana blanca, vestido final, promesa de silencio— ha sido desde siempre una prenda cargada de simbolismo. Podía variar en calidad según la riqueza del difunto: lienzo basto para los pobres, lino puro para los notables. En alta mar se improvisaba con velas usadas. Solo en guerras o epidemias se excusaba no amortajar al muerto. En el Nuevo Testamento, las mujeres encuentran el sepulcro vacío de Jesús, pero no las telas: los lienzos están allí, plegados, señal de que no fue robado. Una mortaja, de hecho, sobrevive hoy como el Santo Sudario, objeto de veneración cristiana.
También perdura en el imaginario colectivo: el fantasma clásico, con sábana blanca, no es otra cosa que una mortaja animada. Durante siglos coserlas fue tarea femenina. Las mujeres tejían para los vivos, pero también para los muertos. Algunas tejían incluso la suya. La emperatriz María Teresa de Austria, por ejemplo, preparó en secreto la suya propia, con la que fue enterrada en Viena. Amaranta, en Cien años de soledad, recibe de la Muerte el encargo de coser la suya, y la profecía de que morirá el día que la terminae Antes había confeccionado otra para su enemiga como venganza: la mortaja como forma suprema de maldición.
Las mujeres que tejen mortajas no solo manipulan telas: se sitúan entre la vida y la muerte. Como las Parcas griegas, hilan el destino y cortan su hebra cuando toca. En casi todas las culturas, fueron ellas quienes lavaron los cadáveres, los vistieron, decoraron las lápidas y llevaron flores al cementerio. A veces las parteras también eran enterradoras. También existieron figuras como las plañideras o las acabadoras, mujeres que ayudaban a morir. Aunque Thanatos, en la mitología griega, era masculino, la Muerte ha adoptado rostro femenino: las banshees celtas, las Catrinas mexicanas, las Damas sin Piedad decimonónicas.
Penélope, al tejer su mortaja, inventa una forma de resistencia. No lucha ni huye: su estrategia es la espera. El psicoanálisis ha bautizado esta actitud como el “complejo de Penélope”: mujeres que, enfrentadas al miedo, repiten rutinas en lugar de actuar. Sueñan con el regreso de alguien, o con que todo vuelva a ser como antes, y suspenden la acción. No viven una historia de amor, aunque crean que sí. Simplemente, matan el tiempo. Hasta que el tiempo se las come.
Dos canciones populares recogen este gesto congelado: Penélope, de Serrat, y En el muelle de San Blas, de Maná. Ambas hablan de mujeres que esperan eternamente, fieles a una promesa que solo ellas recuerdan. Antonio Buero Vallejo, en La tejedora de sueños, y Margaret Atwood, en Penélope y las doce criadas, revisitan a Penélope para mostrarla menos virtuosa, más humana. Enfrentada a un Ulises autoritario, preocupado por el decoro, Penélope no es la esposa perfecta sino una mujer que sobrevive como puede.
Hoy, el término “mortaja de Penélope” sobrevive incluso en la política: se usa para describir estructuras que se deshacen sistemáticamente según quien gobierne. Pero más allá de la metáfora, lo que queda es el gesto: hilo tras hilo, vuelta tras vuelta, Penélope aplaza el final. Y en ese aplazamiento, se hace dueña del tiempo, de su deseo y de su vida.
Espido Freire, autora de La historia de la mujer en 100 objetos (ed.Esfera Libros), ha seleccionado 31 para una saga veraniega en Artículo14 donde hace un recorrido por algunos de los objetos que más han marcado a las mujeres a lo largo de su historia.