Clásicos

‘Retrato de una mujer en llamas’: combustión espontánea en el siglo XVIII

En esta tercera entrega de ‘Revisando los clásicos del cine’, vamos a explorar la sororidad a través de una pintura en movimiento; solidaridad no solo entre mujeres, también hacia la propia película y para que no quede sepultada bajo una gigantesca etiqueta

Me llevaban hablando desde hace tiempo sobre Retrato de una mujer en llamas (Céline Sciamma, 2019), película que en el momento de su gira por los festivales caviar causó un considerable revuelo y una importante cosecha de premios, pero he de reconocer que verla me daba una pereza infinita. Por un lado, opinadores fiables me la definían como un Brokeback Mountain femenino y, por otro, había leído alguna crítica un tanto grosera que la relacionaba directamente con Call Me by Your Name y la tildaba de “versión sin erección”, poco afortunada frase de un crítico al que admiro mucho. 

Ambos filmes, si bien me gustaron moderadamente en su momento (recuerdo asistir a la première de Brokeback Mountain en la SEMINCI en un miércoles helador a las ocho de la mañana), no conectaron conmigo y me dejaron bastante frío. Así que, con el tiempo, la olvidé.

Sin embargo, volvió a venirme a la cabeza a raíz de, primero, la propuesta de mi jefa, de “revisitar” los grandes clásicos del cine desde la perspectiva de género, pero “de una manera original y poco evidente” y segundo, por la reciente lista de The New York Times, que sitúa a Retrato de una mujer en llamas como una de las cien mejores películas del siglo XXI, lo que la convierte inmediatamente en una cenicienta, aunque no necesariamente pase de calabaza a carroza: basta con fijarse en el Top 1 de dicho listado, que ocupa la sobrevalorada Parásitos. Así que, en una calurosa noche madrileña, desenfundé mi Filmin y la vi. Bueno, más bien la contemplé, como si fuera un cuadro de la vida.

Las actrices Noémie Merlant y Adèle Haenel

Primero me inquietó, después me conmovió y, por último, me devastó. El arranque de la película recuerda a las secuencias iniciales de El piano, una de mis obras favoritas, y de la que ya hablamos en los albores de Artículo 14. Aquí, en lugar de un piano, son los lienzos de la protagonista, una pintora, los que caen al mar como si fueran una extensión de su cuerpo y, claro, se lanza a las gélidas aguas de la Bretaña francesa a rescatarlos. La aspereza, lo inhóspito de su destino, las une, pero la propuesta de Sciamma  es mucho más radical que la de Jane Campion.

El argumento de Retrato de una mujer en llamas es aparentemente sencillo, como todo lo complejo. De hecho, es tan simple que asusta y ya te temes que sea la punta del iceberg de lo que realmente nos quiere contar su directora, que no es otra cosa que el nacimiento y la ¿muerte? del amor. Casi nada.

En la Francia prerevolucionaria, Marianne (Noémie Merlant), una prometedora pintora, recibe el encargo de una condesa sin nombre (Valeria Golino) de pintar el retrato de su hija Héloïse (Adèle Haenel), a la que ha sacado del convento para casarla de segundo plato. Lo que empieza siendo una relación desabrida entre ambas jóvenes, pues la pintora ha de retratar a la modelo sin que ella lo sepa, pronto pasa al terreno de la complicidad y finalmente, aprovechando una pequeña grieta social, al amor furtivo más arrebatado y flamígero. Porque todo aquí es fuego. Fuego y agua. Dos de los elementos primigenios que aquí funcionan como metáfora del amor y su llama, que el agua apaga.

Desde el punto de vista estrictamente cinematográfico, Retrato de una mujer en llamas está ejecutada con una precisión asombrosa y sostenida en un tempo narrativo que yo no veía en el cine desde hacía tiempo. Su primer acto puede resultar tedioso y repetitivo; las situaciones se suceden con la cadencia con la que probablemente discurría el día a día entre la clase desahogada, pero alejada de los grandes núcleos cortesanos: es parsimonioso, repetitivo, solitario, incluso abúlico…pero no es más que la colocación del lienzo sobre el que la directora va a empezar a dibujar brochazos de cine puro

El segundo acto, perfectamente ajustado a la propia narración, desata el torrente de pasión soterrada entre estas dos mujeres. Y su último tramo, que comienza con la encorsetada despedida de las dos amantes que tienen la certeza de que nunca más volverán a verse, un abrazo devastador y arrobado, pero contenido, como de tía abuela de San Sebastián, es lo mejor que he visto desde ese final mítico de Los puentes de Madison.

Y el epílogo, precioso y melancólico pero alejado de cualquier melodrama, recuerda vagamente al Vértigo de Hitchcock, con Marianne buscando el fantasma de su único amor real, Héloïse. El último plano, con el que se cierra el relato al ritmo de Las cuatro estaciones de Vivaldi, es tan hondo, desgarrador y poético que sería ridículo (d) escribirlo. Yo, al menos, soy incapaz. Búscalo donde puedas: es pura orfebrería audiovisual.

Apuntala el drama el tercer vértice de la historia, el de la joven criada Sophie (Luàna Bajrami) a la que las dos mujeres ayudan en su proceso de aborto inducido. Suena duro, pero está contado de una manera tan sutil y humana que solo cabe posicionarse del lado de la pobre sirvienta. Y sí, a veces el contexto y la época son importantes para definir una acción condenable para muchos. Aquí sí, claramente, aparece el concepto de sororidad.

Y también existe la solidaridad femenina en las tres generaciones de mujeres que representan un tiempo y un lugar: la madre, la condesa sin nombre, el Antiguo Régimen antes de su desintegración; la artista Marianne, que encarna el ideal de la propia Revolución Francesa; y la sufriente Sophie que representa el futuro, aún puro y lleno de incertidumbre, pero capaz de decidir sobre su propio destino. 

Estos son sus valores artísticos. Se acabó el recreo: llega la pancarta.

“Filme queer”, “reivindicación LGTBIQ+”, “romance lésbico”, son algunas de las etiquetas que determinados colectivos han colgado a esta poesía en imágenes para tratar de apropiársela y convertirla en símbolo fílmico de sus ideales reivindicativos.  En este y en muchos casos conviene no intoxicarse con este tipo de visiones, básicamente porque no dejan apreciar las enormes virtudes fílmicas que tiene esta película y la reducen y estigmatizan, seguramente de manera involuntaria, a prosa política.

Historias de mujeres homosexuales o historias de lesbianismo soterradas dentro de una sociedad que las rechaza ha habido unas cuantas en el cine. Pero ninguna han sido contadas así. Y ahí está su grandeza: en el cómo. Lo que convierte en clásico instantáneo a Retrato de una mujer en llamas y la sitúa en el Olimpo de los mejores largometrajes de este siglo es su pulcritud, su honestidad, su clase, su hondura y su manera de narrar, que no solamente habla de la semilla del amor entre dos personas.

La obra “es un manifiesto sobre la mirada femenina”, dice su directora. Y no puedo estar más de acuerdo. Esta es una película sobre la mirada (“si usted me mira, ¿a quién miro yo?”, le dice Héloïse a Marianne). Toda ella es un brillante metadiálogo con la propia protagonista, la pintora armada con los pinceles, con los que dibuja las composiciones y mezcla los colores para retratar una figura imaginada, una sombra.

En el caso de la directora ella, obviamente, mira también y cuenta con otras armas igualmente eficaces: el encuadre, el vestuario, el ritmo y el montaje y elige el tono perfecto para escenificar una historia  encerrada en sí misma y en el que el entorno y la figura del hombre aparecen de una manera difuminada, como los trazos del primer retrato fallido que hace la artista. Y ahí está el centro sobre el que gravita: la mirada, el cómo. El estilo es algo más que una película queer.

Retrato de una mujer en llamas se dignifica en tanto que es capaz de contar una historia de solidaridad entre mujeres y trascenderla a concepto universal. Su verdadero logro está precisamente en sublimarse a sí misma y ofrecer una experiencia sensorial que va más allá del simple amor lésbico. La verdadera sororidad rompe la pantalla y pide reciprocidad.

En una época de histeria narrativa, liquidez e inmediatez, el milagro de este filme es que nos hace reconciliarnos con este viaje de luz que es el cine, sea reivindicativo, alegórico o, simplemente, cuente una historia.