Sismógrafo del sentimiento amoroso y de los estragos que causa, el francés Emmanuel Mouret lleva varias décadas orquestando películas de exquisita elegancia, ingenio y hondura que observan las pequeñas (y grandes) peripecias de quienes se enamoran y se desenamoran, rendidos ante el embrujo del amor, sometidos a su empuje y expuestos a sus peligros. Sus dramas y comedias románticos suelen o bien desplegarse en torno a una figura central que experimenta una sucesión de encuentros, relaciones y demás situaciones o bien adoptar la forma de un relato coral que gravita alrededor de un conjunto de personajes y parejas que, aburridos e insatisfechos a causa de sus vidas imperfectas, se lanzan a la búsqueda de una relación ideal, a menudo en vano. Su nuevo largometraje, Tres amigas, pertenece a esta última categoría, y es una de las películas más conmovedoras de su carrera.
Su peripecia argumental acompaña a un trío de mujeres cultas y acomodadas que atraviesan sendas crisis sentimentales profundas casi al unísono, y cuyas respectivas historias acaban entretejiéndose en un mismo tapiz emocional: Joan (India Hair), cuyos sentimientos hacia su pareja de toda la vida comienzan a resquebrajarse; Alice (Camille Cottin), cuya relación con su pareja sentimental se basa principalmente en la simulación, y Rebecca (Sara Forestier), que mantiene con él una aventura secreta. Pese a la la aparente levedad de los vaivenes sentimentales de estas mujeres, Mouret se sirve de ellas para urdir un relato denso y melancólico sobre los estertores de la pasión, los recovecos del deseo y la fragilidad de los vínculos.

Para ello, hace que la película serpentee por los pasillos de un instituto, que se deslice por las salas de un museo, que cruce puentes y se adentre en callejones, para que en el proceso vaya cartografiando también los laberintos interiores de sus protagonistas. Entretanto, y al igual que muchas otras obras de Mouret, Tres amigas toma préstamos con total naturalidad de los universos cinematográficos de Éric Rohmer y del mejor Woody Allen; de hecho, es tentador verla como un híbrido insólito de Hannah y sus hermanas (1986) y el tipo de emotividad compleja que incorporan a sus historias sentimentales otros exponentes del cine francés actual, como Mia Hansen-Løve.
A lo largo de su metraje, la película retrata la amistad como un lazo profundo y firme, capaz de perdurar incluso entre mentiras, secretos y pequeñas traiciones. Para Mouret, las imperfecciones de sus personajes no son grietas que deban ser reparadas, sino matices esenciales de su humanidad, dignos de ser explorados y comprendidos. Cada una de las mujeres del título atraviesa un periplo interior que abarca la pérdida y el reencuentro con el amor, pero también esos interludios de soledad que median entre ambos extremos; se abandonan a la introspección, cuestionan sus propias elecciones, interrogan sus deseos, se enfrentan a los baches que encuentran en los senderos que decidieron recorrer y tratan de dejar de sentirse atrapadas entre aquello que anhelan y lo que realmente poseen. Entretanto, funcionan como pruebas vivientes de que los sentimientos humanos son esencialmente inconstantes e inestables y, al capturar esas oscilaciones imposibles de contener con una lucidez desarmante, Mouret proporciona a la película buena parte de su densidad emocional y su particular fuerza evocadora.

En el proceso, Tres amigas exhibe una simplicidad que en realidad resulta del todo engañosa. Su puesta en escena es tan virtuosa como discreta, y sus diálogos equilibran casi a la perfección profundidad y ligereza. En buena parte de sus escenas, la comedia se confunde con el drama, y la muerte se integra sin estridencias en el fluir de una historia que ni siquiera se priva de adentrarse en el terreno de lo fantástico y lo sobrenatural. Y, mientras, imperan en el relato una compasión y una empatía que conecta a los personajes, los redime a pesar de sus flaquezas y los eleva, para que los amemos en sus excesos, sus paradojas y sus contradicciones más humanas.