Antes de nacer, a Carlota Pérez de Castro (Madrid, 1998) su madre, la artista Teresa Calderón, le preparó una bolsa amniótica con la densidad del óleo, de manera que, con cada movimiento fetal, la niña removía los pigmentos dejando que manchasen de arte cada célula de su cuerpo. Fue su primer taller; la piel, su primer lienzo, la materia viva de su arte actual.
Solo la metáfora puede explicar cuándo o cómo empezó a pintar. “Siempre -dice-. Todos mis recuerdos son una divertida mezcla de colores. Seguramente antes de abrir los ojos ya distinguía los matices. Mi madre nos dejaba dar pinceladas en sus obras. Tuve una infancia bañada en color. Pintar está en la memoria de mi cuerpo”.
Una dinastía que se remonta a tiempos de Goya
Mientras hunde sus manos en un bote de pintura que al instante pasa a ser una extensión de su piel, nos habla de su saga de artistas. Su padre, Diego Pérez de Castro, es uno de los tres hijos de Mercedes Méndez de Atard y Antonio Pérez de Castro, fundador de la Institución Artística de Enseñanza (IADE), la conocida escuela de diseño inspirada en la escuela de La Bauhaus y el movimiento del Arts and Crafts británico.

Su abuela Mercedes es artista e hija de Diego Méndez, arquitecto que culminó el Valle de los Caídos. Borja Colom, novio de Carlota y arquitecto, conoció a la matriarca con solo seis años en San José, un pueblo almeriense, y le inspiró su forma de entender el arte. Lo de enamorarse de la nieta, y viceversa, fue algo trazado por el destino: dos almas que se reconocieron en el vaivén entre lo concreto y lo etéreo, lo abstracto y lo figurativo.

Carlota tiene dos hermanas. Julia, su musa, diseñadora de interiores, bailarina y paisajista, y la pequeña, Maia. “Las tres crecimos rodeadas de pinceles, ceras, telas, cajas enormes… El arte era un patio de juegos donde pintar era bailar y bailar era pintar”. Todo quedaba fundido en una celebración del color, del ser humano, de la infancia.
El arte y el diseño son el motor de esta gran familia creativa donde no faltan pintores, ceramistas, arquitectos y diseñadores. Cada generación va dejando su huella. En su árbol genealógico, se encuentra Evaristo Pérez De Castro, su tatarabuelo, un político liberal que firmó “La Pepa”, además de amigo y protector de Goya.
La materia toma vida
Entre sus dedos, la pintura palpita, sube por sus venas y se mezcla con su respiración. Desde la infancia, cultivó una relación íntima con el color y la forma y desarrolló un lenguaje visual entre la abstracción y la figuración. En cualquier caso, nada convencional e imposible de etiquetar. En sus obras explora el ritmo, el movimiento y la plasticidad, el pulso vivo de la materia. Se sumerge en ella como si se zambullese al amanecer en el Pantano de San Juan, uno de sus lugares favoritos.

Fue la artista más joven en exponer en el Palacio de Cibeles, con su muestra Human Diversity en 2019. Fundó el movimiento Exposición Andante, una de sus primeras performances, y lleva su enfoque innovador a escenarios internacionales en ciudades como Nueva York, Seúl, Milán, Montpellier, Madrid o Menorca. Forbes la ha reconocido este 2025 como una de las “30 under 30” más influyentes.
En cada una de sus obras, Carlota entabla una conversación muda entre el cuerpo y el lienzo. El resultado es energía, sensualidad, emoción. “Crear es para mí una pulsión casi animal. Pintar es sentir, una forma intuitiva de empatía, una llamada a la acción social: a sentir con el corazón del otro, a mirar con sus ojos y a caminar, aunque sea por un momento, en su piel”.
Va pasando de la carga de energía vibrante que pone en La huella del flamenco, un proyecto que forma parte de otro más amplio, Danzar la pintura, a la melancolía de Empatía, otra de sus series, donde la interpretación se siente más trágica. En la primera, el bailaor, en una entrega genuina, traza la obra con su danza. El movimiento se convierte en pincel y la huella en el lienzo es más que un gesto estético: “Un archivo vivo de la emoción compartida, un rastro del instante en que cuerpo y pintura se encuentran”.
Conexión con la pieza
“En el proceso de creación trabajamos en equipos de unas diez personas. Antes de comenzar, suelo guiar ejercicios emocionales y creativos que nos ayudan a entrar en sintonía y conectar con el sentido profundo de la pieza. En el proyecto que estoy mostrando ahora, Empatía, participan los bailaores Chus Western y Úrsula Gaizka, con vídeo de Wen Colom, fotografía de Paloma González y edición de imagen de Lucía Thapar”.
“En cualquiera de los casos, los pigmentos, siempre acuosos, se toman la libertad de expresarse en un proceso muy similar a la escritura automática”, explica. Es una práctica que le ayuda a ordenar la marejada interior. Cada trazo es una experiencia vivida en tiempo real. “Antes de que ese primer trazo exista, comienza un largo estudio cromático. Es un proceso casi alquímico donde cada pigmento se somete a infinitas pruebas, modulando densidades y matices hasta alcanzar una paleta que no solo armonice visualmente, sino que encierre la atmósfera emocional que guiará toda la obra”.
La última capa, cuando la obra adquiere su forma definitiva, nace de una reflexión final. Una vez que los colares lo han invadido todo -suelo, paredes y techo- es el espectador quien pone de su parte para conectar con lo que hace y captar la energía, la emoción y la sensibilidad que ella propone. El resultado es un elegante espectáculo que perdura en nuestras retinas.

Su vida es frenética. “Ahora mismo somos cuatro personas trabajando en el estudio: Lola Álvarez, mi studio manager, y Clara Triviño Ferreira y Marina Abad, mis studio assistants. Estamos centradas en el desarrollo de proyectos internacionales. En las próximas semanas viajamos a Miami Art Basel, donde presentaré una performance, y después a México (2026) para un nuevo proyecto de creación colectiva. También estoy preparando mi primer solo show, que coincidirá con el Festival de Cannes (Francia)”.
Inspiración femenina
Nos confiesa que se ha tenido que mudar temporalmente a un estudio más grande en Madrid para poder desarrollar diferentes performances y pintar obras de gran formato. Desde ese pulso que late desde la infancia, no puede precisar cuánto de su arte es herencia, cuánto aprendido o cuánto corre por sus genes. Su única certeza es que ha sido importante crecer con referentes femeninos y moldearse como artista con las mujeres que todavía le inspiran.
Al imaginar su futuro más lejano, se ve junto a Borja en la localidad almeriense de San José con una fundación que lleve el nombre de Carlota Pérez de Castro y le permita hacer residencias de arte para artistas emergentes.


