Durante siglos, la corbata fue un emblema del poder masculino. Nació como adorno militar y terminó convertida en el signo más reconocible del traje occidental. Era la marca del hombre moderno, del ejecutivo, del político, del banquero; una cinta de autoridad. Pero la historia de la moda, que siempre ha sido también una historia de rebeldías, acabaría por poner esa prenda en un cuello distinto.
A partir del siglo XX, la corbata comenzó a asomar entre las camisas femeninas, primero como provocación, luego como declaración, y finalmente como una extensión natural de la identidad. Hoy, más de cien años después de su primera irrupción en el armario de la mujer, sigue siendo un símbolo de autonomía y poder.
El origen de la corbata se remonta al siglo XVII, cuando los regimientos croatas del ejército francés llevaban un pañuelo anudado al cuello como parte de su uniforme. Luis XIV, fascinado por el detalle, lo incorporó a la moda cortesana, y pronto se convirtió en signo de distinción.

Desde entonces, la corbata se transformó una y otra vez: del cravat barroco al lazo victoriano, del tie inglés a la moderna versión que definió el siglo XX. Pero en todos esos cambios hubo una constante: su asociación con el poder masculino y la racionalidad. En el imaginario occidental, el hombre de corbata era el hombre civilizado, serio, capaz de dominar los impulsos y gobernar.
La mujer, por su parte, quedó excluida de esa simbología durante siglos. Su ropa debía ser suave, decorativa, sensual. Los cuellos altos, los volantes y las cintas servían para imponer. No fue sino hasta finales del siglo XIX, con la irrupción de los movimientos sufragistas y las primeras profesionales, cuando las mujeres comenzaron a vestir prendas inspiradas en el guardarropa masculino.
La corbata, junto con la camisa y el traje sastre, se convirtió en un signo de emancipación. Era una prenda incómoda, sí, pero también liberadora, ya que permitía entrar en espacios donde la falda larga y el corsé eran una desventaja.
El primer gran paso lo dio Coco Chanel. En la década de 1920, Chanel introdujo prendas masculinas en la moda femenina como ejercicio de libertad. Para ella, el pantalón, el jersey y la chaqueta eran herramientas prácticas para una mujer que trabajaba, que se movía, que opinaba. En muchas de sus fotografías aparece con corbata o pañuelo anudado al cuello, un gesto que desafiaba la rigidez de los códigos de género de su tiempo.
Décadas más tarde, Marlene Dietrich llevaría esa apropiación a un nuevo nivel. En los años 30, la actriz alemana escandalizó a Hollywood al presentarse con traje, chaleco y corbata, mirada fría y labios rojos. Su elegancia era un acto político; una afirmación de deseo y de independencia. En Morocco (1930), Dietrich besaba a una mujer mientras lleva esmoquin…, la escena se volvió icónica. Aquella imagen, una mujer vestida de hombre, pero absolutamente femenina, sembró la semilla del androginismo que décadas después encarnaría Diane Keaton.

Y es precisamente Diane Keaton, en Annie Hall (1977), quien convirtió la corbata femenina en un fenómeno cultural. Su estilo, compuesto por prendas que ella misma aportó al vestuario -chalecos, pantalones anchos, camisas blancas, corbatas finas-, marcó un antes y un después en la representación de la mujer moderna. Annie Hall no era una femme fatale ni una secretaria elegante; era una mujer que pensaba, que hablaba, que se reía de sí misma. Su corbata no la disfrazaba de hombre; la hacía libre. “Siempre me he sentido más cómoda con un traje”, confesó Keaton. Y así, el público entendió que la comodidad también era una forma de poder.
Mientras tanto, en las pasarelas, Yves Saint Laurent había hecho su propia revolución. En 1966 presentó Le Smoking, un traje pantalón para mujeres que escandalizó a los salones parisinos. Muchas clientas no podían entrar a restaurantes o clubes si lo llevaban puesto. El diseñador comprendió que el poder se expresaba con símbolos, y que apropiarse de ellos podía ser una forma de emancipación. Su esmoquin negro con corbata delgada era una metáfora visual; y significaba que la igualdad podía comenzar con un nudo.
En los años 80, con la expansión del mundo corporativo y la entrada masiva de las mujeres a oficinas y despachos, la corbata adquirió un nuevo significado. Nació el power dressing, un estilo de vestir que traducía el lenguaje masculino del éxito a una gramática femenina: trajes estructurados, hombros anchos, tonos oscuros, corbatas delgadas o pañuelos que simulaban su rigidez. Las mujeres ejecutivas de Wall Street la adoptaron como parte de una estrategia visual. Vestirse “como un hombre” no significaba renunciar a la feminidad, sino usar el mismo lenguaje que el poder para reclamar un lugar en él.

En las décadas siguientes, la prenda se reinventó de múltiples maneras. En los años 90 y 2000, artistas como Madonna la usaron para hablar de deseo y control; en el videoclip de Express Yourself (1989), la cantante aparece con traje, chaleco y corbata, jugando con la ambigüedad erótica del poder. En la misma línea, Annie Lennox, líder de Eurythmics, hizo de la estética andrógina una marca personal. Más tarde, figuras como Janelle Monáe retomarían esa herencia con orgullo: su look de esmoquin y corbata se convirtió en una extensión de su identidad artística, una manera de reivindicar la elegancia como fuerza y la neutralidad de género como belleza.
La moda contemporánea ha seguido alimentando ese diálogo. Diseñadores como Stella McCartney, Thom Browne, Hedi Slimane (en Saint Laurent y Celine) o Alexander McQueen han explorado la corbata en contextos nuevos: mujeres en trajes sobrios, en faldas estructuradas, o incluso en vestidos con corbata integrada. La corbata es, en palabras del sociólogo francés Pierre Bourdieu, una “estrategia de distinción”; una herramienta para posicionarse simbólicamente en el espacio social.

Desde el punto de vista sociológico, la apropiación femenina de la corbata puede leerse como una reconfiguración del poder simbólico. El poder se ejerce y se representa. Las mujeres que adoptaron la corbata, desde Chanel hasta Keaton, desde ejecutivas anónimas hasta estrellas pop, comprendieron que cambiar la forma de vestir era una manera de cuestionar la distribución tradicional del poder. La corbata, que en los hombres significaba jerarquía, disciplina y formalidad, en ellas comenzó a significar autonomía, inteligencia y desafío.
En las últimas décadas, además, la corbata ha trascendido la división binaria de los géneros. Hoy aparece tanto en el armario femenino como en el masculino, en la pasarela y en la calle, en el trabajo y en la fiesta. Figuras como Zendaya, Cate Blanchett, Kristen Stewart o Tilda Swinton la usan como pieza de identidad fluida: a veces con traje, a veces con falda… Basta un nudo bien hecho para decir: el poder también me pertenece.