Lo que pasa en Notting Hill no es una revolución, pero se le parece. Desde hace unas semanas, las casas de este rincón de Londres que fue escenario de una película que hizo suspirar a medio mundo, se están pintando de negro. No de un negro sofisticado, sino de mate, sin brillos. Porque el barrio que vivió durante años de ser fotogénico ahora se rehúsa a seguir siéndolo.
Los vecinos no quieren más influencers deteniéndose frente a sus portales para replicar la escena de Julia Roberts y Hugh Grant. No quieren más novios arrodillados frente a la famosa puerta azul, ni más tours guiados que pronuncian mal la palabra bookshop. Se acabó. Notting Hill ha dejado de ser lo que era. O mejor dicho: ha dejado de querer parecer lo que no es.
Uno de los primeros en empuñar el rodillo fue el propietario del número 280 de Westbourne Park Road, la famosa casa azul de la película (Notting Hill, 1999) que Roger Michell estrenó a finales de los 90′ con dos de los mejores actores del momento. Azul ya no es. Ahora es negra…, negra como la ironía de que haya que vandalizar la belleza para recuperar la normalidad.

“No somos un parque temático”, dicen en los grupos de WhatsApp comunitarios. Pero durante mucho tiempo lo fueron. Los cafés sirvieron brunch con flor de aguacate y los alquileres se inflaron al ritmo de las stories de Instagram. Se vendía la ilusión de una vida de película, aunque el guion real fuese el de un barrio cada vez más caro, más ruidoso, más artificial. Lo que ahora está ocurriendo no es tanto un ataque al turista como una especie de grito de socorro. “Déjenos vivir”.
Hay algo de venganza poética en todo esto. Porque si el turismo convirtió a Notting Hill en un decorado de pastel, ahora es la estética la que se vuelve contra él. Las casas negras no salen bien en las fotos. Las puertas oscuras no reciben bien la luz. El barrio se está desmaquillando frente al espejo y lo que aparece es una cara cansada, que prefiere la sombra a los focos.
No es un fenómeno nuevo: Venecia tiene carteles pidiendo silencio. Barcelona hace años que se queja del “guiri sin camiseta” y París multa por subirse a los bancos con las Converse llenas de barro. Lo de Notting Hill es sólo una nueva forma de decir lo de siempre: el turismo, cuando se pasa de simpático, se vuelve invasivo. Y el postureo, como la hiedra, termina cubriendo todo lo que era auténtico.
Mientras tanto, los influencers buscan otros escenarios. Shoreditch, quizá. O algún barrio nuevo que no sepa aún que va a ser arrasado por la moda. Notting Hill sigue ahí. Más oscuro, más silencioso. Tal vez menos bonito, pero también más libre.