Es posible que, mucho antes de ese 8 de noviembre de 1960, cuando John F. Kennedy fue elegido presidente de Estados Unidos, John Vernou ya intuyese que su hija Jackie estaba destinada a ocupar el puesto de primera dama. Este hombre, ambicioso, carismático y con fama de mujeriego, moldeó la imagen con la que Jackie pasó a la historia.
Estudió en Miss Porter’s School, una institución de élite que formaba a jóvenes de familias acomodadas en etiqueta, artes y habilidades sociales. Después pasó por la Sorbonne, donde pulió su francés y su bagaje cultural, de manera que pudiera desenvolverse con elegancia en los ambientes más exquisitos, algo que demostró cuando conoció a John F. Kennedy.
Le inculcó también el valor de la imagen y la necesidad de seducir a los hombres, al tiempo que le hizo creer que nunca esperase fidelidad de ningún hombre. No le resultó difícil cultivar un estilo propio a medio camino entre las estrellas de cine y las elegantes damas ricachonas, sin duda adecuado en su objetivo de casarse bien, una ambición clásica en los años cincuenta.

De su madre aprendió una disciplina férrea y autocontrol emocional para saber estar a la altura, algo que tuvo que demostrar antes de lo previsto. Además, era una lectora voraz, amante del arte, la arquitectura y la historia, y sabía conversar y comportarse. Cuando llegó a la Casa Blanca, ya poseía casi todas las destrezas que el cargo exigía.
Un magnetismo asombroso
Por su parte, en el entorno del futuro presidente la urgencia era que sentara cabeza, formase una familia y se centrase en su carrera política. Ella le atrajo casi al instante y formaron la pareja perfecta, al menos en apariencia, y despertaban un magnetismo asombroso. Jackie se implicó en el matrimonio con la misma diligencia que en la decoración de la Casa Blanca apartando la mirada ante los engaños constantes y compulsivos de John. Dicen que la misma noche de su investidura, Jackie se acostó temprano y sola, mientras él cometía su primer adulterio como presidente.
Tomó posesión el 20 de enero de 1961. Washington amaneció cubierta de nieve y JFK empezó la jornada asistiendo a una misa en la iglesia de la Santísima Trinidad, en Georgetown. Jackie, todavía recuperándose del parto de John Jr. apenas dos meses antes, estaba radiante con su abrigo marfil y su famoso pillbox hat. La ceremonia de juramento reunió a medio Hollywood y a la élite cultural estadounidense. En el baile inaugural, deslumbró con un vestido blanco de seda de Ethel Frankau y una capa bordada. En un solo día, la prensa la convirtió en mito. Fue el inicio de Camelot: juventud, glamur, cultura y esperanza en un clima político tenso.

En sus viajes, el carisma de su esposa era el principal capital político de JFK. Acaparaba titulares y allanaba el camino de la diplomacia. John se refería a ello como el “efecto Jackie”. La vida política le interesaba más bien poco, incluso llegó a confesar que desconocía la fecha exacta de su toma de posesión. Era lo que exigía el canon de la época, aunque realmente tuvo una influencia notable, según la biógrafa Tina Cassidy. De hecho, quienes medraron con el presidente eran personas por las que Jackie sentía simpatía. Si le inspiraban desprecio, eran relegados, como fue el caso del secretario de Estado Dean Rusk.
La tragedia
El 22 de noviembre de 1963, el mundo quedó conmocionado por la noticia de que JFK había sido asesinado a tiros durante un desfile en Dallas. Estaba sentado en el asiento trasero de un coche descapotable junto a su esposa. Desde ese momento, casi sin darse cuenta centró su atención en crear su mito. Se negó a cambiarse de ropa después del tiroteo, permaneciendo de pie junto a Lyndon Johnson mientras juraba el cargo, aún con su traje rosa de Chanel manchado de sangre y guantes blancos de cabritilla. “Que vean lo que han hecho”, dijo.
Durante los días entre el asesinato y el funeral, fue un ejemplo a seguir en todo momento. Con su extraordinaria serenidad e instinto para el drama, mostró a la nación cómo comportarse en medio del profundo duelo, proyectando una imagen de dignidad ante el mundo. Si bien solía proteger a John Jr. y a Caroline de la prensa, en esta ocasión los expuso al público, consciente de que su presencia era necesaria para completar el trágico relato.

Cambió su vida de forma brutal. Dos semanas después del asesinato, abandonó la Casa Blanca. Solo la visitó una vez más, en 1971, en un viaje secreto con sus hijos y sin cámaras, durante la presidencia de Richard Nixon. En una carta de agradecimiento le expresó que había sido uno de los días más preciosos en los últimos años. Le costó conectar emocionalmente con la ciudad, tanto como responder a las exigencias institucionales como exprimera dama.
Una doble cara
Pero la publicación de ocho horas y media de grabaciones realizadas con el exasesor de la Casa Blanca, Arthur Schlesinger, tan solo cuatro meses después del asesinato de JFK reveló su cara más desconocida. En privado, la dama elegante, amable y recatada que aprendió a brillar en un segundo plano, tenía un punto mordaz que podía rayar en la malicia.
Con tono meloso, similar al de Marilyn Monroe, se burla de una congresista y describe a su sucesora, Lady Bird Johnson, como “una especie de perro de caza adiestrado” por su marido. Tampoco los hombres más poderosos del momento salían bien parados, a pesar de que quedaban cautivados por ella y su impecable estilo. A Churchill le consideraba un completo chiflado, a De Gaulle un ególatra rencoroso y a Martin Luther King “un hombre terrible y farsante”. Su hija Caroline aclaró que, al menos las opiniones vertidas sobre Luther King no eran propias, sino fruto de una campaña de desprestigio orquestada desde el FBI.
El término Camelot fue utilizado alegóricamente por primera vez por ella en una polémica entrevista para la revista Life , después de invitar al periodista Theodore H. White a la Casa Blanca pocos días después del asesinato. La publicación contribuyó a consolidar la imagen de la América de Kennedy como Camelot. En ese momento, Jackie era una viuda y madre afligida ante el mundo. La leyenda ocultaba que, en realidad, él era un mujeriego empedernido y ella un genio de la publicidad.
Después de 1964, nunca escribió ni habló públicamente sobre sus años de matrimonio con JFK, y mucho menos sobre el resto de su vida, pero no pudo frenar la avalancha de libros, escritos bajo un silencio que alimentó el mito.

Casarse con Aristóteles Onassis, un hombre sin más sex appeal que su fortuna, fue su vía de escape. Tras su muerte, en 1975, consiguió un trabajo como editora en Nueva York y publicó libros de arte, historia y memorias. Era el reflejo de una época en la que la mujer se iba incorporando a la vida profesional. Nunca perdió su aura de realeza neoyorquina y cuando falleció, a los 64 años, seguía siendo la reina de América. El mundo quedó prendado con ella y, todavía hoy, Jackie sigue fascinando.


