A veces, en la moda, lo más revolucionario no es un vestido, sino una camiseta blanca. En 2016, Maria Grazia Chiuri tomó las riendas de Dior y lo primero que hizo fue eso: poner en el centro de su primera colección una camiseta de algodón con una frase impresa: We should all be feminists. El gesto era sencillo, casi inocente para los cánones del espectáculo que exigen las semanas de la moda. Pero también era certero. Allí estaba, con hilos y tipografía, la declaración de intenciones de una mujer que venía a trazar una nueva silueta sobre la historia de una de las casas más icónicas de la moda francesa.
Chiuri no solo fue la primera mujer en ocupar el cargo de directora creativa en Dior; fue también la primera en no disimularlo. No se disfrazó de genio atormentado, no adoptó el aura divina que suele envolver a los directores artísticos masculinos.
Desde ese primer desfile, su trabajo fue un continuo diálogo entre feminismo y estética, entre cuerpo y discurso. En una industria acostumbrada al espectáculo vacío y al artificio que se borra en una foto de Instagram, Chiuri apostó por lo difícil: pensar. Su moda hablaba de arte, de historia, de mujeres olvidadas, de saberes que no suelen subirse a las pasarelas: bordadoras de Marruecos, tejedoras mexicanas, artistas como Judy Chicago o Claire Fontaine. En cada colección, había una voluntad de ir más allá de la superficie.
Muchos, claro, no lo entendieron. Que si sus diseños eran demasiado sobrios, que si faltaba fantasía, que si repetía fórmulas. Pero esa crítica suele ignorar lo esencial: Chiuri no vestía a la mujer ideal, sino a la real. Su feminismo no era el de la pancarta puntual ni el gesto oportunista, sino el que se infiltra en las costuras, el que da bolsillos a las faldas -sí, bolsillos- como una forma de devolver a las mujeres su espacio. En la moda, lo práctico también puede ser político.
Con ella, Dior cuadruplicó su facturación: 9.000 millones de euros en 2023. Pero eso es una nota al pie. El verdadero impacto de Chiuri no está en los balances, sino en la semilla que dejó en una industria que aún arrastra inercias masculinas en el poder creativo. Su marcha, que se produce en un contexto donde casas de moda vuelven a nombrar hombres en puestos que habían sido ocupados por mujeres, parece también un recordatorio de lo frágil que es aún el espacio conquistado.
Su último desfile en Roma fue un acto íntimo, un círculo que se cierra donde todo empezó. Su próximo proyecto -la restauración del Teatro della Cometa, en Roma- sugiere que la escena cambia, pero el compromiso sigue.
Y es que, al final, su camiseta no era una consigna vacía. Era una promesa, un punto de partida y un recordatorio de que todos deberíamos ser feministas… incluso la moda.