Donald Trump convirtió este lunes su residencia de Mar-a-Lago, en Palm Beach (Florida), en un escenario cuidadosamente coreografiado para anunciar uno de los proyectos más llamativos, y polémicos, de su segundo mandato con la creación de una nueva clase de buques de la Marina estadounidense que llevará su apellido. Flanqueado por el secretario de Defensa, Pete Hegseth; el secretario de Estado, Marco Rubio, y el secretario de la Marina, John Phelan, el presidente presentó lo que bautizó como la Trump Class, núcleo inicial de una futura “Flota Dorada” (Golden Fleet).
El anuncio, cargado de hipérboles y simbolismo personal, encaja con la creciente obsesión del mandatario por el poder naval como emblema de fuerza nacional. Trump aseguró que estos nuevos buques serán “los más grandes de la historia de nuestro país”, con un desplazamiento de entre 30.000 y 40.000 toneladas, y que superarán “por cien veces” la potencia de cualquier acorazado anterior. El primer navío, según dijo, se llamará USS Defiant, y el plan inicial contempla la construcción de dos unidades, ampliables hasta 25.
“Voy a liderar el diseño junto con la Marina, porque soy una persona muy estética”, afirmó Trump, en una frase que provocó sonrisas entre algunos asistentes y resume el tono personalista del acto. Las imágenes conceptuales difundidas muestran un buque que recuerda más a un gran crucero que a un acorazado clásico con misiles, al menos un arma láser, helicópteros en cubierta y, como detalle final, una imagen del propio Trump con el puño en alto en la popa.
Más allá del espectáculo, el presidente enmarcó el proyecto dentro de una narrativa estratégica de necesidad. “Necesitamos restaurar a Estados Unidos como una gran potencia constructora de barcos” frente a la rápida expansión de la flota china. Washington observa con creciente inquietud el ritmo industrial de Pekín, muy superior al estadounidense, y Trump ha hecho de esa comparación un argumento recurrente para justificar un rearme acelerado.
El anuncio llega, además, en un momento delicado para la Marina. Varios de sus programas clave, como el submarino nuclear de la clase Columbia, acumulan retrasos significativos y sobrecostes. La Oficina de Responsabilidad Gubernamental (GAO, por sus siglas en inglés) ha descrito al sector naval como un sistema en “estado permanente de triaje”. En ese contexto, la reaparición del concepto de “acorazado”, un tipo de buque considerado obsoleto por muchos expertos, promete avivar el debate interno.
Trump también aprovechó el acto para insistir en una de sus quejas recurrentes del estado “oxidado” de parte de la flota actual. Según el secretario de la Marina, el presidente le ha preguntado en numerosas ocasiones qué piensa hacer para acabar con la corrosión visible en los buques. La respuesta ahora parece ser una apuesta por empezar desde cero, con barcos “rápidos” y construidos “muy pronto”, aunque sin calendario ni presupuesto detallado.
El trasfondo político es importante. El anuncio coincide con una intensificación de la presión estadounidense sobre Venezuela, incluida una operación naval para interceptar petroleros sancionados. Trump volvió a lanzar amenazas veladas contra el presidente venezolano, Nicolás Maduro, al que acusa de convertir el país en un centro de narcotráfico. La expansión naval se presenta así no solo como una inversión industrial, sino como una herramienta directa de coerción geopolítica.
La decisión de bautizar una clase de buques con el apellido del presidente rompe con la tradición naval estadounidense, aunque Trump recordó que otros barcos llevan nombres de figuras políticas históricas. Aun así, el gesto refuerza la impresión de que el mandatario busca dejar una huella personal en las Fuerzas Armadas, un ámbito en el que, paradójicamente, nunca sirvió.
Entre la épica y la controversia, la presentación de Mar-a-Lago deja más preguntas que respuestas. Si la Trump Class llegará a navegar o quedará como un símbolo político dependerá menos de los discursos que de la capacidad real de una industria naval sometida a presión y de un Congreso que tendrá que decidir si la “Flota Dorada” es una prioridad estratégica o un nuevo episodio del personalismo del presidente.


