El Bar Franky ya no existe, pero existió. Otros lo llamaban Franky Bar. Estaba situado en la calle San Roque, 17, en la hermosa Pamplona. Su entrada, parece un determinismo, se enfrentaba a la fachada principal del Palacio de Justicia. Quedará en la historia de la corrupción española como un paradigma de lo que, el siempre adjetivador Gabriel Rufián categoriza como la versión chusca del género. Restaurant Guru expone que ofrecía una cocina española, ampliada con pizzas y hamburguesas, y con una buena selección de vinos. “Por si esto fuera poco, su personal es cordial; una serie de clientes consideran que el servicio es gratificante”, amplía en su nota. Servicial añadiría yo, pues siempre estaban dispuestos a satisfacer con presteza la petición de un cliente, por muy osada, extravagante o atrevida que fuera.
Yo he sido muy de bares. A la cabeza me viene aquellas legendarias estrofas de mis adorados Gabinete Caligari: “bares, qué lugares tan gratos para conversar/no hay como el calor del amor en un bar”. No pasa mucho tiempo sin que añore aquel inolvidable “Cuatro Rosas”, abierto por Jaime Urrutia en la calle Fomento, que frecuentaba un día sí y otro también. Pues siendo muy de bares, jamás se me hubiera pasado por la cabeza pedir lo que pedían al Bar Franky y el Bar Franky se lo daba. Claro, que servidor nunca se atrevió a sumergirse en aguas turbias.
Bueno, volvamos al Bar Franky. Koldo -en esta España derrotada sólo hay un Koldo- hizo de sus salones su cuartel general cuando comenzó sus hazañas en Pamplona. Allí comía con unos y con otros y tomaría copas y lo que se terciara. Y tuvo la brillante idea de que sus manducas y sus bebercios se los pagaran otros. Gañote del bueno. Supongo que empezaría por dejarles las facturas a cobro, luego avanzó y planteó que fueran facturas mendaces y, finalmente, para que nos vamos a andar con chorradas, que le cogieran los sobres con los fajos de billetes, que ya caería él a recogerlos cuando pasara por Pamplona. Más que un camarero; un amigo, un admirador, un siervo, el dueño del Bar Franky.

Dejemos la anécdota porque el problema es morrocotudo. Este miércoles me tragué la sesión del Congreso para abordar el tema de la corrupción. Me llamó la atención, escuchando a unos y otros, su coincidencia en la gravedad y la profundidad de la corrupción en España. El presidente-capitán llegó a citar, siempre tan honesto y equidistante en sus reflexiones, la casuística del Gobierno de Felipe González (1982-1996), que en sus palabras sufrió un zarpazo. Su memoria no registra casos en el Gobierno de Zapatero y en el suyo propio sólo registra tres, que abusaron de su cándida inocencia. Se hartó de citar, hasta hacerse pesado, los de Aznar y Rajoy. Pero obvió los del PNV y los de sus amigos de Waterloo. Memoria selectiva, diría yo. En cualquier caso, tantos años, tantos casos, tantos gobiernos, tanta pasta de los contribuyentes robada a manos llenas, tanta falta de decencia, evidencia que la cosa va en serio. Por eso, el presidente-capitán me volvió a sorprender cuando expuso su paquete de medidas elaboradas con la ayuda de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), de la que España es miembro fundador desde 1961. ¡Cómo hemos perdido todos estos años, presidente! Con lo fácil que hubiera sido haberle puesto el cascabel al gato y ahorrarnos tantos sufrimientos.
La corrupción es un fenómeno mundial, pero que no afecta a todos los países por igual. Cuando hablamos de corrupción nos referimos al abuso para obtener beneficios privados violando leyes y normas éticas, ejerciendo el soborno, la malversación de fondos, el tráfico de influencias y otras actuaciones que van contra el estado de derecho y la moral cívica. Habitualmente tiene dos protagonistas. Uno, el político o alto funcionario corrompido. Y dos, la empresa corruptora.
El Consejo Económico y Social de la ONU cifra su impacto económico en el 5% del PIB mundial, señalando que, de los aproximadamente 18 billones de dólares del gasto público mundial, un 25% se pierde por el sumidero de la corrupción. España ocupa una templada posición 36 entre los países menos corruptos.
El coste de la corrupción en España, según datos de 2018, se estimaba en alrededor de 90.000 millones de euros anuales, lo que representaba un 8% del PIB de aquel año. Unos 1.950 euros por español vivo. Los datos aparecen en un informe del Grupo Los Verdes/Alianza Libre Europea presentado al Parlamento de Estrasburgo. El mismo informe dimensionaba el impacto en la Unión Europea en 904.000 millones, situando a nuestro país por detrás de Italia, Francia y Alemania. Unos 1.775 por ciudadano europeo. Ahora que vamos y venimos con los gastos de defensa, podríamos decir que con este volumen cubriríamos de sobra el 5% que el presidente ha firmado con la OTAN. Lo mismo podríamos decir para educación, sanidad o pensiones.

La Comisión Nacional de Mercados y Competencia, por su parte, estimó inicialmente en 48.000 euros los sobeercostes en los contratos públicos que, ajustados a la inflación, alcanzarían los 60.000 millones. La misma cifra proporcionó el Fondo Monetario Internacional (FMI), lo que equivale a un 4,5% del PIB. Un informe del BBVA concluyó que una mejora de la calidad institucional podría representar un aumento anual del 1% en el PIB o lo que es igual, 16.000 millones. Ahí tendríamos otro buen pico para no quedar mal con la OTAN.
No sé si es por qué cada día soy más viejo que el anterior. O, puede, que los años me hayan hecho escéptico y descreído. O, esto seguro que sí, porque de joven me leí de pe a pa el teatro de Shakespeare y llegué a la convicción de que nadie reflejó mejor el alma humana, con sus ambiciones, sus fragilidades, su perversidad, su generosidad, sus deseos. Pero creo muy poco en estos planes grandilocuentes, llenos de vectores y medidas numeradas. Creo en el Código Penal, en la Guardia Civil, en los jueces, en las estructuras de este viejo Estado. Creo en los sistemas de control y vigilancia. Creo en la gente decente, incapaz de llevarse un duro a su casa que no sea suyo. Creo en las verdades de Shakespeare. Y creo en el principio del que la hace, por acción u omisión, la pague. Aunque sea el presidente del Gobierno y nos quiera hacer creer que es el capitán que maneja el timón del barco.