Opinión

Bob Dylan: la verdad en extinción

Actualizado: h
FacebookXLinkedInWhatsApp

Ando enganchado a los conciertos que Bob Dylan, que este sábado cumplió ochenta y cuatro tacos de calendario, viene celebrando por EEUU desde el pasado 13 de mayo. Se enmarcan dentro del Outlaw Music Festival, un enjambre artístico itinerante capitaneado por el cantautor Willie Nelson, que pasará por treinta y cinco ciudades de Yanquilandia (palabro con el copyright de Unamuno), en el que participan artistas como Wilco, The Avett Brothers o Lucinda Williams y en el que, por su décimo aniversario, el Nobel de Literatura es, junto a su promotor, cabeza de cartel.

Dylan está celebrando unos conciertos extraordinarios. Los del 13 y 15 de mayo están colgados en Youtube, con una calidad de imagen y de sonido bastante precaria, pero funcionan bien como metadona para los dylanómanos que, como un servidor, se mueren de ganas de volver a disfrutar al genio de Duluth en directo. A sus devotos nos ilusiona que haya recuperado “To Ramona” o “Blind Willie McTell”, joyas que no tocaba desde 2017, o la archiconocida “Mr. Tambourine Man”, inédita en el escenario desde 2010, y sonreímos, cómplices, con sus estupendas versiones de “A Rainy Night in Soho”, de The Pogues, o de “Garden Party”, de Rick Nelson & The Stone Canyon Band.

Dylan también ha recuperado su clásico “Don’t Think Twice, It’s All Right”, incluida originalmente en The Freewheelin’ Bob Dylan, álbum que vio la luz en 1963 y que incluye grandes éxitos como “Blowin’ in the Wind” o “A Hard Rain’s A-Gonna Fall”, y que no interpretaba en directo desde hacía seis años. Sobre una melodía amable, sencilla y hermosísima, el compositor asume una derrota sentimental inevitable, resignado, cordialmente, si bien remata con una pulla desarmada: “Podrías haberlo hecho mejor, pero no me importa. / Simplemente, desperdiciaste mi precioso tiempo / pero no lo pienses dos veces, está bien”.

Contemplo fascinado el reestreno de Don’t Think Twice, It’s All Right, en el anfiteatro de Chula Vista, California, con la que Dylan remató su show –aquí la enlazo, por si gustan–. La banda arranca divirtiéndose. El bajista, Tony Garnier, el músico que más tiempo lleva tocando con semejante leyenda, se pone a bailar –todo lo que se puede bailar esta canción, claro–. Algunas personas del público se desgañitan, felices, al reconocer la canción. Sin embargo, Dylan no le pilla el ritmo a la pieza, y alza las manos pidiendo tranquilidad a sus músicos. La banda relaja el ritmo. Un ritmo que Dylan no para de perder mientras sus músicos hacen lo que pueden por cazarle. Dylan remata el primer estribillo y, con las manos, le dice a la banda que se detenga definitivamente. Él sigue cantando y tocando el piano. En el segundo estribillo, Garnier intenta formar una base rítmica, pero nada, no hay manera. Todos los músicos miran a Dylan, una fuerza centrípeta atómica. Parece que encuentran el punto en común, la canción continúa arropada por todos los instrumentos, hay un solo de guitarra que Dylan tapa con uno de armónica. Es un absoluto desastre y, a la vez, una actuación maravillosa, porque está repleta de humanidad y, sobre todo, de verdad artística, de duende en extinción, de “ese no sé qué que no sé lo que es y es lo único que importa”, como canta Bunbury. No hay artificios, autotunes ni su puta madre: qué lejos quedan los karaokes de Rosalía o los tramos con voz pregrabada de Madonna.

En fin, augusto Mr. Zimmerman, aquí va mi abrazo de cumpleaños. Qué ganas de volver a verte. Y gracias por tanto.

TAGS DE ESTA NOTICIA