Recuerdo que, siendo niña, sabía que el verano estaba cerca por la llegada de las golondrinas. Abría el balcón madrileño de la calle de la Magdalena y las veía volar con sus alas de ballesta. Unos años después, me aprendí en el colegio aquel famoso poema de Gustavo Adolfo Bécquer que empezaba así: Volverán las oscuras golondrinas en mi balcón sus nidos a colgar y otra vez con el ala en sus cristales jugando llamarán. Y supe que era cierto, que cada año regresaban y el verano daba comienzo. Las vacaciones de tres meses, los días largos, los días de piscina y sol.
Pero de Bécquer, el poeta sevillano y romántico también leí sus Leyendas, y de todas ellas El monte de las ánimas, la más bella y terrorífica, me hechizó. No tardé en descubrir, para mi sorpresa, que aquel monte era real y se hallaba en Soria; no tardé en descubrir que Bécquer la había escrito en esa ciudad que visitaba junto a su hermano Valeriano pues estaba prendado de ella, y sus paisajes y sus viejas historias habían sido fuente de inspiración de parte de su obra.
Pero no era el único. Soria era también el lugar que inspiró Campos de Castilla de Antonio Machado. Ya les conté otra semana cómo conocí este poemario, cómo me acerqué a la poesía, de la mano de mi padre que leía con devoción al poeta y tenía sobre la mesilla de noche un librito de pastas en piel verde, que yo consumía a sorbos. Soria fue durante muchos años una tierra literaria para mí, un Camelot, una entelequia hermosa, una tierra de poetas, cuna de inspiración inagotable. Tierra de caballeros templarios, de campanas y claustros medievales; tierra de olmos, algunos secos que quizá reverdezcan, tierra bañada por el Duero.
Y así permaneció hasta que visité la Laguna Negra, aquella de Alvargonzález, y varios pueblos de los alrededores como Vinuesa o Calatañazor, y los utilicé como escenario de mi primera novela. Mi lenguaje estaba influenciado por el realismo mágico, que leía sin descanso en aquella época, pero mis personajes eran castellanos. Hace unas semanas puse mis pies en la ciudad de Soria, por primera vez. Cuando uno se adentra entre sus calles y sus plazas, la ciudad rezuma referencias a los poetas que enamoró. Los versos de Machado están escritos en los escaparates de las tiendas, en las mesas de los bares, es su poeta de cabecera. Gerardo Diego, descubro, fue otro que sucumbió al encanto de la ciudad. Llegó a ella para dar clase, al igual que Machado, y acabó dedicándoles varios de sus poemarios. Los lugares que acabamos amando dicen mucho de nosotros. A veces llegamos a ellos por azar, si es que este existe, pero la decisión de escribir sobre ellos siempre es nuestra.
Como Joyce es inseparable de Dublín o Kavafis de Alejandría, Machado pertenece a Soria. Los lugares nos marcan, nos definen. Son los escenarios donde transcurre nuestra vida. Cartografía de la memoria. Lo decía Machado en su Retrato: Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero, mi juventud veinte años en tierras de Castilla, mi historia algunos casos que recordar no quiero. Somos los lugares que nos habitan.