Es bonito que nos dedique un lunes a las mujeres que escribimos, ayer, el lunes más cercano al 15 de octubre; una fecha simbólica por ser el día de Santa Teresa de Jesús (también la del Premio Planeta, pero esa es otra historia) que desde 2016 pretende rescatar del olvido a las autoras silenciadas, reconocer a las olvidadas y homenajear a las conocidas.
Como todos los Días de las Escritoras, fue un día de luces y sombras, de homenajes a los que acuden otras mujeres, de discursos en redes que suenan vacíos cuando el cotidiano devenir literario nos devuelve ala realidad: salvo en ventas, en las que en ocasiones superamos a algunos autores varones (no todas, no a todos) para casi todo lo esencial seguimos no ya en desventaja, sino casi en otra liga distinta.
Se niega, claro está, porque no deja de ser una paradoja dolorosa: algunas escritoras alcanzan cifras de venta que apenas imaginaban, unas pocas consiguen presencia constante en librerías comerciales. En ese terreno —el más visible para el gran público— hemos ganado unos pocos metros. Pero esa visibilidad se queda en una fachada complaciente, cortoplacista, si no entraña el respeto institucional, el reconocimiento crítico, la inclusión en el canon, o premios con credibilidad y poder de decisión dentro del mundo literario.
Que una novela escrita por una mujer esté en los estantes y venda no significa que esta (no digamos ya otras escritoras) obtenga una posición en las mesas de debate, en los centros de poder cultural o en los premios más prestigiosos. El respeto que se invocó ayer, 14 de octubre. Exige, por ejemplo, que las autoras puedan, podamos, hablar sin ser interrumpidas, menospreciadas o convertidas en “anécdota” de género. Que nuestras opiniones sean tomadas en serio en ruedas de prensa, en foros literarios, en entrevistas o conferencias. Que al presentar una obra, los medios no pregunten por su vida privada, su pareja o su maternidad como si fueran la ventaja diferencial de lo femenino. Sé de lo que hablo: se me preguntó la misma noche en la que gané el premio Planeta, y me lo continúan preguntado, 26 años más tarde, si bien las respuestas no sueles aparecer publicadas. Que los contratos editoriales y las condiciones no releguen a las mujeres a pequeñas tiradas, a la edición digital, o se asocien a géneros menos valorados o autosacrificios comerciales.
¿No se dan ya esos casos? Oh, sí. Un micrófono que se dirige primero al autor masculino cuando hay mesas mixtas, un espacio menor para que se explaye en las respuestas (la voz femenina, sobre todo si se escucha demasiado y en demasiados entornos, sigue siendo calificada como “irritante” o “insistente”, con reseñas que comparan las obras femeninas con “lo emocional” o “lo íntimo” como si fueran peculiaridades caprichosas y no herramientas literarias válidas.
Los premios institucionales —los más visibles, los que dan prestigio— reflejan aún un sesgo persistente: no les aburriré con la historia del Premio Cervantes, del Premio Nacional de las Letras Españolas, del Planeta o del Cervantes. Todas ellas son públicas, confío en que corregirán ese sesgo según las autoras conquistemos según qué franjas de edad y las conocen ustedes de sobra. Y no tocaré el espinoso tema de los premios femeninos y la irritación que genera en según qué señores: cuando el premio mayor, el institucional, el de visibilidad y trascendencia, no reparte ese reconocimiento de forma justa, el mensaje que se envía es claro: las escritoras podemos competir, pero no llegaremos. No aún, no así, no de momento.
¿Y la inclusión en el canon literario, esa grieta abierta que sigue existiendo? Las voces femeninas a menudo se sitúan en “colecciones para mujeres”, ““narrativas íntimas”, categorías que soslayan el hecho de que muchas de esas obras abordan temas sociales, políticos, filosóficos, con tanta o más fuerza que las masculinas. Pero el canon prestigioso es lento, conservador, renuente.
¿Y el reconocimiento crítico: hay libros de autoras que pasan por alto en las reseñas más destacadas, que no aparecen entre los “mejores del año” o que reciben lecturas superficiales o críticas feroces, sanguinarias, por su género o aquel que han decidido abordar en su obra. Desde la crítica literaria universitaria a la opinión digital, no las convoca ni las trata con los mismos criterios.
Cada autora que conozco comparte versiones diferentes del roce constante con obstáculos estructurales: el rechazo inicial en editoriales por “no encajar en el catálogo comercial convencional”. La censura tácita que se les sugiere modificar, suavizar, adaptar su voz . Menos apoyos institucionales (subvenciones, residencias literarias, becas) o ser consideradas últimas en puestos de decisión en instituciones culturales. La doble jornada: escribir mientras se atiende casa, los cuidados, las expectativas sociales. La invisibilidad: que sus libros estén pero no se hable de ellos, que estén pero no se lean en círculos de prestigio.
Ayer no, ayer se leyeron autoras en bibliotecas, se organizaron charlas, se compartieron nombres en redes, se habló de mujeres que permanecían en el silencio. Fue un gesto valioso. Pero si mañana volvemos al mismo desequilibrio, ¿de qué nos sirve? Ese aplauso puntual de octubre es ruido de fondo. En una sociedad que sigue midiendo el valor por la rentabilidad, el talento femenino se tolera mientras venda. Pero el respeto, que no se compra, ni se mide, sigue siendo la deuda pendiente más cara que la literatura española tiene con sus escritoras.