No es fácil encontrar entre los habitantes de este planeta, al menos en su esfera occidental, a alguien que no se haya sentido socialdemócrata, aunque sólo sea un poquito, en algún momento de su vida. Son planteamientos atractivos, de esos con los que se queda guay, pues reúnen las ideas de igualdad, justicia social, libertad, desarrollo y progreso. Y, por si fuera poco, pertenece a ese tipo de gente que se ducha por la mañana, gusta de la cultura, respeta los derechos humanos, tiene algún amigo magrebí o palestino y cultiva el medio ambiente. Y, por si esto no bastase, han ofrecido resultados económicos, sociales y políticos en los lugares y etapas en los que se han aplicado. Si al vocablo socialdemócrata añadimos el de liberal, eso ya no hay quien lo pare. Por ejemplo, pensemos en una persona que se defina como “liberal en lo económico y socialdemócrata en lo social”. O al revés: “socialdemócrata en lo económico y liberal en las costumbres”. Eso no lo superan ni los naranjas de los mejores momentos de Ciudadanos.
Pero no quiero frivolizar, pues pienso que nadie puede discutir que las ideas políticas y económicas que animaron la socialdemocracia han sido uno de los motores que ha impulsado el desarrollo humano desde los años cincuenta hasta la actualidad. Junto con el liberalismo, la socialdemocracia galvanizó buena parte de los deseos de un mundo mejor. Incluso, muchos autores encuentran en las zonas fronterizas de liberalismo y socialdemocracia muchos espacios comunes.
Pero hoy, y no acierto a entender muy bien el por qué, esas ideas han perdido el gancho entre los que históricamente fueron sus grandes apoyos. Me refiero a los jóvenes, que se incorporan al mundo de los adultos, la clase obrera, menesterosa y los proletarios del mundo unidos. Muchos de ellos los han abandonado y entregan su entusiasmo y sus votos a una ultraderecha nacionalista y populista que entiende mejor el impacto de la inmigración y de la desindustrialización en esas amplias capas de población. De alguna manera, la moderna socialdemocracia ha orillado las causas de la clase obrera y de sus hijos y sus problemas de vivienda, pagas estrechas, barreras para el ascenso social y barrios marginalizados y sacudidos por la droga, para entregarse en cuerpo y alma a la defensa de la inmigración ilegal, el feminismo, la lgtbifilia, la ecología, el pacifismo, el tercermundismo y cualquier nueva tendencia social que se adivine en el horizonte. ¿Quién defiende hoy los intereses de la clase obrera? No parece que sea la socialdemocracia, ni tan siquiera los partidos de la ultraizquierda -que también existe- ni el autodenominado sindicalismo de clase, profesionalizado y burocratizado hasta decir basta. Estos sectores económicos y sociales, que auparon a la socialdemocracia junto a las clase media y media alta de extracción urbana, se sienten hoy más entendidos y defendidos por los partidos ultras de la derecha, por su visión de la inmigración y de la recuperación industrial.
El fenómeno se aprecia en Italia, en España, en Francia y, por supuesto, en Suecia y Alemania, los dos bastiones de la moderna socialdemocracia tan exitosa en los años sesenta y posteriores. Poco, o nada, queda del Partido Socialista en los grandes países europeos. El histórico SPD alemán ha quedado en una reducida expresión. No digamos del legendario Partido Socialdemócrata sueco, que mantiene un digno 30%, aunque muy alejado de sus mayorías del 50% de sus años dorados. En Italia, ni está ni se le espera. En Francia, asoma en los resquicios que le deja su fragmentada política. El PSOE atraviesa una incógnita, pues es difícil de adivinar cómo lo dejará el resistente Pedro Sánchez, tras la calamitosa gestión de sus casos judiciales y sus interesados acuerdos con los nacionalistas catalanes y vascos. Los laboristas británicos volvieron al poder con un moderado Keir Starmer, tras los desastrosos años tories. Pero su principal apoyo reside más entre los jóvenes profesionales del sofisticado Londres, que en la cuenca del Mersey o en la otrora proletaria Glasgow.
Limitándonos al terreno económico, la socialdemocracia buscaba una mayor y mejor distribución de la riqueza, con un exquisito respeto al modelo capitalista y la democracia representativa y con un intervencionismo estatal, para favorecer el bienestar y la igualdad social. “From the cradle to de grave (desde la cuna a la tumba)” resumían sus seguidores, explicando que una persona tendría una vida digna por la mano del Estado. Sin remontarnos al origen de los tiempos, las tesis socialdemócratas cuajan tras la II Guerra Mundial, cuando sus partidarios abandonan el marxismo y la revolución y se suben al carro del modelo capitalista, abrazando la economía social de mercado, la propiedad privada y animando la denominada Tercera Vía.
La época dorada, desde el final de la guerra has la crisis del petróleo de los setenta, amparó los altos impuestos progresivos, la regulación del mercado, el peso de los sindicatos, el pleno empleo y la inversión en salud, educación y pensiones. Todo ello apoyado en un extraordinario crecimiento económico. La alta inflación, el cada vez más elevado gasto público, la irrupción de las fábricas asiáticas abrió el paso a un neoliberalismo, que alcanzó hasta los propios líderes socialdemócratas en el poder. La globalización de los noventa, con su deslocalización de la producción, la automatización industrial y la liberalización de capitales propinó un duro golpe a las tesis socialdemócratas, agravada con la crisis de la gran recesión financiera de 2008 y las posteriores políticas austericidas.
Volviendo al principio, buena parte del bienestar que hemos disfrutado durante varias generaciones obedece al resultado de la política económica socialdemócrata. Pero sus actuales líderes e ideólogos parecen desorientados ante una nueva sociedad que no acaban de entender. Una sociedad que ve con inquietud como sus hijos vivirán peor que sus padres, como masas de inmigrantes ilegales invaden sus ciudades sin orden ni criterio y como economías emergentes presentan un más prometedor futuro al fabricar los productos que ellos consumen.