Aprovecho estas líneas para desearle una muy feliz Navidad al presidente Sánchez. Habrá quien me acuse de hacerlo tarde, pero, según la Iglesia Católica, el Tiempo de Navidad concluye el domingo posterior a la Epifanía, así que, formalmente, llego a tiempo. Cantemos algunos villancicos: Se marcha Alegría / camino Aragón, / Page se encabrita / con Mila Tolón. Venga, otro: Begoña se está peinando / mientras la imputa Peinado, / los enanitos le crecen / al yerno de Sabiniano. Acabemos con uno triste y genovés: El camino que pasa por Vox / no garantiza la victoria a Feijóo…
Sánchez felicitó las “fiestas” en Nochebuena a un sujeto indefinido, empleando un “vosotros” translúcido que sólo podría identificarse con los españoles cuando menciona, dicho en constitucional, la lengua “oficial del Estado” y las demás, “oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos”. El vídeo del presidente es el summum del neoliberalismo Netflix, una simpática oda a Mammón que bien hubiera podido firmar Mark Hanna –el personaje de Matthew McConaughey en El Lobo de Wall Street–: “Decores como decores”, “las felicites como las felicites”, “las vivas como las vivas”, etcétera. “Si quieres, puedes”, le faltó decir.
El asunto está en que el vídeo, a la par que bufo, me resulta algo así como entrañable. Deduzco que, como espectador suyo, Sánchez también me desea “unas felices fiestas” y, a modo de colofón, da ánimo a estudiantes, sanitarios, transportistas, bomberos, policías o cuidadores de ancianos. Y lo hace, inconscientemente, supongo, con un símbolo cristianísimo de fondo: detrás del líder del Ejecutivo hay un árbol de Navidad. Tal y como explica el padre Manuel González López-Corps, “su objeto ha sido siempre recordar a los fieles que Cristo, nacido por nosotros en Belén de Judá, es el verdadero Árbol de la vida, Árbol del que fue separado el hombre a causa del pecado de Adán”.
Así pues, ebrio de espíritu navideño, aprovecho estas líneas, ya digo, para desearle una muy feliz Navidad al presidente Sánchez. Qué menos. Como uno de esos miembros de, en palabras del Ministerio de Bolaños, “la comunidad cristiana” que el 25 de diciembre “conmemora el nacimiento de Jesús”. Un acontecimiento histórico que no se sabe, exactamente, cuándo se produjo: Herodes el Grande murió el 4 a.C., y, según Flavio Josefo, el famoso censo tuvo lugar en el 6 d.C., aunque varios historiadores señalan que el gobernador Cirino ya actuó en Siria por encargo imperial en torno al 9 a.C. Según Lucas, mientras José y María estaban en Belén, “le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada”. El Logos se hizo carne, un niño recién nacido, y vino al mundo en una gruta. La postal no puede ser más humilde y hermosa. Interpela, remueve en lo arcano. Creencias al margen, sólo desde el sectarismo o desde la mala conciencia se puede desdeñar o despreciar.
Por eso, y porque no ha incurrido en aquel clásico ridículo de Colau y sus marcas blancas que, como los nazis, animaban a celebrar el “solsticio de invierno” –recordemos que, como cuenta Juan Eslava Galán en su Enciclopedia nazi contada para escépticos (Planeta, 2021), “para desacreditar la Navidad cristiana, los inventores de la germánica argumentaban, con razón esta vez, que los primitivos cristianos se habían apropiado de la fiesta del sol invictus, la religión de las legiones romanas, correspondiente al solsticio de invierno”, y que “Santa Claus sería una cristianización del germano Odín”–, me compadezco del presidente y, por tercera vez, le deseo una muy feliz Navidad. El ordinal no es baladí.



