Opinión

Ilustradas

Cristina López Barrios
Actualizado: h
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Leyendo el libro ‘Las desheredadas’ de Ángeles Caso para el club de lectura de este periódico, me he encontrado de nuevo con esta pregunta: ¿quién decide lo que debemos saber? En pleno siglo de las luces –cuando la razón debía alumbrarlo todo, incluso el prejuicio— aún se discutía si la mujer era, por naturaleza, intelectualmente inferior al hombre. En el estupendo ensayo de Caso, descubro la figura de la española Josefa Amar y Borbón. Una ilustrada que, en su Discurso en defensa del talento de las mujeres (1790), argumentaba que el deseo de ser instruidas no es por adorno doméstico, sino para mejora de la sociedad. Déjennos ser más cultas y al Estado le irá mejor. Cuesta creer la necesidad de justificar que no había coquetería en el deseo de aprender. Una lee con cierto estupor textos de la época en los que se afirmaba que no nos hacía falta instrucción alguna para el gobierno del hogar y la crianza de los hijos, acusándonos de que solo nos interesaba lo físico. Ser casquivanas, hablar de bailes, vestidos y cintas. Junto a la inteligencia emerge, por supuesto, el cuerpo femenino.

El físico aparece como arma de doble filo y coartada moral. Josefa afirma que no se nos debe culpar por adornar el cuerpo ya que éste es “el idolillo al que ellos dedican sus inciensos”. Años antes el monje benedictino, Fray Benito Jerónimo Feijoo, hombre, sí, y de iglesia, en su célebre Defensa de las mujeres (1726) ya advertía de que “la mordacidad contra las mujeres anda acompañada de una desordenada inclinación hacia ellas”. El cuerpo femenino está como siempre en el centro del debate. Y a él atada la moralidad y la honra. Por un lado, esta idea que bebía del medievo de la mujer como súcubo tentador que arrastraba a los hombres a la perdición, por otra, la mujer como casquivana y coqueta que también es recriminada. Había que estar presentables, pero no deseables.

Lo que Las desheredadas nos muestra con claridad es que gran parte de esta polémica ilustrada debió de librarse entre las mujeres de la nobleza y de la alta burguesía, las del pueblo llano habían trabajado como mulas durante siglos y seguían haciéndolo. Ese fue su error, apunta Caso, la defensa de la educación debía incluir a todas. Era una cuestión de género no un privilegio.

Tres siglos después, nos siguen juzgando en muchas ocasiones por el envoltorio —incluso nosotras caemos en la autoexigencia de cumplir con los cánones de belleza impuestos en la sociedad —. Yo misma me he sorprendido disculpándome por haber envejecido.

Mientras pienso en cómo terminar este artículo, solo me viene a la cabeza este estribillo: “Yo soy así y así seguiré, nunca cambiaré”. Sí, A quién le importa de Alaska y Dinarama. La cantábamos a pleno pulmón en las fiestas de mi juventud y la seguimos cantando ahora. No es apología de la terquedad si no declaración de autonomía. El cambio o no llegará por elección propia. Lean el libro de Ángeles Caso, nos quedan todavía varios debates pendientes.

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