La boda de Selena se ha convertido en el acontecimiento mediático de la temporada, una temporada que dura cada vez menos tiempo y que necesita de mayores alicientes para destacar entre los otros hitos que compiten con él. En torno a ella se han alineado viejas inercias culturales que parecían inofensivas, cuentos que creíamos ya leídos y cerrados, pero que siguen ejerciendo un influjo que condiciona a millones de miradas. De nuevo la imagen de la novia envuelta en tul y con escote halter, con su ramillete de muguete y un desenfocado que arrasó en los años 70 se acompaña de una narrativa que apenas ha variado en décadas: la de la princesa Disney que, tras tanto sufrimiento y tantas pruebas, obtiene al fin su final feliz.
Lo fascinante no es que el mundo aún se entusiasme con un enlace (al fin y al cabo, el que el mundo se entusiasme con algo accesorio no deja de ser una señal de esperanza) que sino la necesidad, casi biológica, de envolverlo en un mito reconocible. Ni las redes sociales, ni la cultura de la inmediatez, ni la diversidad de voces han conseguido desactivar esa maquinaria. En el relato que se difunde hay poco espacio para la complejidad: ella, tan bonita, que ha padecido infortunios, que ha soportado rupturas, enfermedades y soledad, al pronunciar su “sí” remata el cuento de hadas. A su lado, inevitablemente, se proyecta otra figura, la del novio convertido en antagonista de la ocasión. Con una rapidez cruel los han comparado con la Bella y la Bestia. Ella luminosa, frágil y renacida; él, tosco, peludo, feucho.
Ese juego de contrastes, tan útil para el consumo inmediato, no se limita a un chisme de la prensa rosa. Es el mismo esquema que durante generaciones ha dictado que la mujer alcanza su culminación en el vestido blanco, que su historia solo cobra sentido cuando el amor romántico lo sella, y que el hombre puede ser juzgado —y redimido— por la belleza y la dulzura de la elegida. El error es profundo: se transmite, una vez más, que la felicidad femenina depende de la ceremonia, y que la narrativa masculina admite la rudeza, la distancia, incluso el desprecio ajeno, porque será ella quien, con paciencia, transforme a la fiera en príncipe. O la que nos demuestre que todos nos equivocábamos, que en el sapo se encuentra el verdadero amor.
No es la primera vez que presenciamos esta coreografía colectiva. Cuando Grace Kelly se casó con Rainiero de Mónaco se elevó a la categoría de cuento de hadas real la historia de la actriz que, gracias al matrimonio, se convertía en princesa. Décadas más tarde Lady Di repitió la escenografía: la joven inocente, vestida de blanco, entrando en la catedral como protagonista de un guion que resultó catastrófico. Incluso en bodas sin corona los medios fabrican una narrativa paralela: el triunfo del amor tras años de dificultades, o el cuestionamiento del novio como bestia que debe estar a la altura de la estrella.
¿Cuántas generaciones más repetiremos esta escena? ¿Cuántos matrimonios de actualidad, con alfombra roja y hashtags globales, volverán a presentarse bajo las mismas metáforas? Durante los próximos meses lo veremos al menos en varias ocasiones más, con Zendaya y Taylor, y…
El peligro no está en el vestido ni en las flores, sino en la pedagogía silenciosa que subyace bajo este sueño, por otro lado, absolutamente respetable: niñas y adolescentes aprenden que la boda importa más que su proyecto vital, que la belleza aún es el pasaporte para la adoración pública, y que los defectos masculinos se relativizan porque la narrativa existente los justifica.
La fascinación con estas “bodas reales”, sean de sangre azul o de industria cultural, no se centran en la felicidad íntima de quienes se casan. Consiste en la posibilidad de que la audiencia reviva, una y otra vez, el mito de la transformación. A través de la novia se nos ofrece la redención y el premio de un pasado turbulento. A través del novio se nos permite proyectar dudas, críticas, esperanza de encontrar una pareja, la que sea, y hasta el placer culpable de sospechar que quizá no esté a la altura. En esa combinación, la Bella y la Bestia se convierten en un espejo en el que cada generación vuelve a mirarse, incapaz de romper el hechizo.
Selena no es culpable de esa inercia. Al contrario: se ha convertido en rehén de un marco que la precede y que sobrevivirá a ella. Pero sí lo somos quienes seguimos alimentando el relato sin cuestionarlo, quienes preferimos la dulzura del mito al análisis crítico, quienes aún confundimos un acto privado con un símbolo colectivo. Mientras no seamos capaces de contar otras bodas, otros amores y otras formas de celebrar la vida en común, continuaremos heredando las mismas moralejas falsas, vestidas de blanco roto ante las cámaras. El mito de la Bella y la Bestia sigue vivo, y cada boda mediática lo resucita. La pregunta incómoda es si queremos que siga marcando los sueños de las que vienen detrás, o si ha llegado ya el momento de escribir un final distinto.