La Unión Europea (UE), ese sueño acunado en las décadas de prosperidad, que movilizó el pensamiento, la ilusión, los esfuerzos, la generosidad y tantas cosas de generaciones de ciudadanos del viejo continente, se ha convertido en tantos campos en una pesadilla. ¿Qué nos van a decir a nosotros? Aquellos españoles que pensábamos que al otro lado de los Pirineos anidaba un mundo de bienestar, buen rollo y felicidad. Y, la verdad, es que no nos ha ido nada mal desde la adhesión de 1985, el maná de Bruselas regó la piel de toro y modernizó nuestras infraestructuras, nuestras ciudades, nuestra legislación y nuestras costumbres. Esa nueva España que hemos disfrutado y que, ahora, unos cuantos la ponen en solfa.
La UE ha llevado, quizás ilusoriamente, la ambición colectiva de la humanidad a sus más altas cotas de prosperidad, bienestar y bondad. Todo en un mismo paquete. Un coctel que se adivina, en estos tiempos recios que corren, casi imposible. Por un lado, vivir como ricos y disfrutar de todos los derechos habidos y por haber. Por otro, cuidar el planeta con mimo. Y, por último, promover los derechos humanos como si no hubiera mañana. Y, que conste, servidor firma todo esto como el primero.
Pero eso sí, la maquinaria infernal de Bruselas y su ejército de comisarios, parlamentarios, staffers, burócratas, no han dejado de alumbrar regulación, normativa y legislación para ir apretando las tuercas a las empresas hasta decir basta. Quien esto firma lo sabe por propia experiencia. Trabajé en una de las más grandes y mejores empresas de este sufrido país. Anualmente, durante casi seis meses, teníamos que dedicar decenas de profesionales y contratar consultores para poder atender con pulcritud y puntualidad los requerimientos y cuestionarios abstrusos que exigía la Taxonomía europea, bajo unos criterios más propios de un visionario enfermizo que de un probo funcionario.
Los Informes de Draghi y Letta han puesto de manifiesto con toda crudeza los males que asolan la UE. No podemos seguir así con tanta regulación, Europa está socavando su propio mercado único, decía la pareja italiana. Draghi concluye que “más de la mitad de las pymes en Europa señalan los obstáculos regulatorios y las barreras administrativas como su mayor reto”.
A tanto ha llegado la situación que la burocracia verde de Bruselas se replantea simplificar su propia hiper regulación y relanzar las inversiones, pero con más regulación. La Directiva sobre información corporativa en materia de sostenibilidad (CSRD), la Directiva sobre Diligencia Debida en Materia de Sostenibilidad (CS3D) y la de Debida Diligencia Corporativa (CSDDD) fueron concebidas para reforzar el compromiso de la UE con el liderazgo ético y ambiental. Sin embargo, la imposición de estas nuevas normativas tendrá como consecuencia la pérdida de empleos en la industria manufacturera europea y la caída de competitividad frente a sus alternativas de otros lugares del mundo. La presentación de informes, la auditoría y la alineación de las operaciones comerciales con nuevas y exigentes reglas desvían recursos dedicados a la gestión y desarrollo de las empresas. Estos no son, por otra parte, cambios que puedan hacerse de la noche a la mañana. Para las pequeñas y medianas empresas, que ya luchan contra los aranceles hostiles de EEUU y el poderío de China, la avalancha regulatoria es una soga al cuello de su futuro.
Hace unos meses la UE ha puesto en marcha los llamados Paquetes Omnibus I y II para simplificar su propia regulación sobre sostenibilidad: Taxonomía, CSRD, CSDDD, el mecanismo de ajuste de las emisiones de carbono (CBAM), el reglamento InvestEU y demás acrónimos. Tampoco son nada fáciles de seguir, eso es una marca de la casa. Su proceso de aprobación será tan complejo como es habitual. Por ahora, han impulsado el capítulo “stop-the-clock” para retrasar y flexibilizar los plazos de aplicación de CSRD y CSDDD. Han subido el umbral a empresas de 5.000 empleados y 1.500 millones de facturación, frente a la propuesta inicial de 1.000 empleados y 450 millones. Se ha eliminado la exigencia de la elaboración de los llamados planes de transición y han reducido requisitos.
El comité de Asuntos Jurídicos del Parlamento Europeo (JURI) ha aprobado un documento inicial que debe ser sancionado por la sesión plenaria. Por tanto, se persigue aminorar la carga burocrática para las empresas, proponiendo umbrales más altos para la presentación de los informes, así como aumentar el número de empleados y el volumen de negocios y reducir el volumen de información que las grandes compañías pueden solicitar sus suministradores y proveedores. Respecto a la transición climática, se pretende derogar las disposiciones más exageradas, que son muchas. Echando la cuenta de la vieja, se baja la presión alrededor de un 25%, pero, no faltaba más, sin renunciar a los inquebrantables objetivos sociales y ambientales que dominan en Bruselas.
En España se verán afectadas alrededor de 1.000 empresas que entran en el rango de 1.000 y 5.000 empleados en servicios, industria, distribución, construcción, comercio, sanidad y logística.
No podemos dejar de aplaudir la automutilación de Bruselas. Pero la pregunta es obvia: ¿será suficiente para que las empresas europeas ganen competitividad y dediquen sus esfuerzos a mejorar productos y precios, en lugar que a preparar informes y cuestionarios? El problema de fondo es tan profundo, como destacaban los aplaudidos italianos, que parece que mientras la UE no aligere la carga regulatoria y sus exigencias sociales y ambientales, la situación no va a cambiar. El comercio a través de la UE es menos de la mitad que entre los estados de EEUU. Sin embargo, la Comisión Europea sigue adelante con su receta: más carga regulatoria y más burocracia. Por el contrario, EEUU y China están acelerando la inversión mediante los subsidios a industrias críticas y la protección a los campeones nacionales. Mientras Europa se enfrasca en debates sobre su próximo paquete regulatorio, el tren de la innovación global sigue avanzando a toda velocidad.
Europa precisa de un marco regulatorio y administrativo que fomente la investigación, la innovación, el empleo y su reindustrialización para competir en los sectores del siglo XXI como la fabricación avanzada, la computación cuántica y la inteligencia artificial. Sin eso, el mercado único será una falacia y el bienestar europeo, con toda su protección al medio ambiente y a los derechos humanos, se disolverá como el alka seltzer en un par de generaciones. Draghi ya salvó el euro, lo de salvar la economía europea lo tenemos algo más complicado.




