Tenía yo un monje marianista en mi colegio, de esos que no se sabía muy bien qué hacía por ahí. Deambulaba por los pasillos y por el patio, a veces reprendía, daba misa, sustituía alguna clase de reli, siempre con su bata blanca, que a veces le daba un aspecto de churrero, los viernes, o de investigador con probeta, los lunes.
El ‘Padre Brasas’ le llamábamos. Imagínate el por qué. Cuando te pillaba por banda y te agarraba por el jersey de ochos, podías darte por jodido. O peor, por muerto. Te metía tal chapa que no sabíamos si te encerraría en una cápsula del tiempo y te acabarían encontrando los calamares de La llegada quince mil años más tarde bajo varias capas freáticas.
Entre las toneladas de cosas que salían por su boca, que invariablemente empezaban con el mantra eclesiástico “yo tengo un amigo que…”, siempre soltaba, como firma apócrifa aquello de “la dureeeeza de la vida”. Fin de la cita.
Yo no sabía muy bien a qué se refería porque, por aquel entonces, aún me chorreaba el agua del bautismo.
La dureza de la vida yo la sufrí bastante más tarde, como gran parte de los acolchaditos de cierta burguesía de provincias cuyo mundo se acababa tras los verdes valles y colinas rojas. O en el club de tenis. Pero vamos, luego bien que la aprendí y la aprehendí. Y sigo, claro. Una vez que empieza, no para. Por ahora pequeñas abolladuras, más bien, y ningún golpe bajo. Crucemos los dedos.
Cuando de repente me hice adulto, así sin avisar, empecé a fantasear con el hecho de que existieran personas a las que nunca se hubiera aplicado el rodillo de “la dureeeza de la vida”, en ningún sentido: ni físico, ni mental, ni económico. Ni directo, ni tangencial. Ojo, además de mucha ¿suerte?, tienes que tener el cerebro de esparto y las inquietudes del gusano de la seda para entrar en el club de los elegidos para la eterna inanidad.
¿Improbable? Seguro; ¿imposible? Tal vez no.
Haberlas, hubiéralas, hasta que no se demuestre lo contrario. Criaturas en almíbar, perfectamente inconscientes de que la Tierra viaja a cien mil kilómetros por hora y gira sobre sí misma a más de mil quinientos, como los raveros de Sirat, más o menos. Aquellos a los que el tiempo, ese, monstruo, no hace mella, y preguntan a lo Maggie Smith: “¿qué es un fin de semana?” La kriptonita del existencialismo.
Pero eso se acabó.
En marzo del 2020, concretamente, que nos igualó a todos. Por debajo, claro.

Soy algo aficionado al diseño, bastante más de lo que me creo. De vez en cuando reviso los vídeos que la revista AD sube a su web. En pleno confinamiento, valientes ellos, editaron una serie de contenidos en los que prestigiosos interioristas se grababan a sí mismos en sus hogares. Autoedición, iPhone en mano, todo muy casero, como esa mierda de pan que intentábamos amasar. Andar por casa, se llamaba la serie.
Y a todos se les hacía la misma pregunta: “¿Qué aprenderemos de todo esto?”
Hace cinco años estábamos convencidos de que mogollón.
Los más instructivo y devastador, claro está, es ver esos vídeos a posteriori. Como diría aquel, “la historia nos enseña cómo somos ahora”. Con toda la jurisprudencia y retroactivamente. Si tenemos en cuenta que los homo sapiens tardamos, milenio arriba, milenio abajo, unos seis millones de años en desarrollar el pulgar para, primero, construir herramientas de sílex y, después, en un paso de gigante evolutivo –involutivo más bien- para hacer scroll con el móvil, ¿qué narices vamos a querer cambiar en cinco años, un pestañeo de Dios, un aleteo de colibrí?
Pues eso, nada. La dureeeza de la vida seguirá siendo la misma. Pero, ahora ya sí, la conocemos. Hasta Lady Violet.