Lo damos todo por hecho. Damos por sentado que todo va a seguir como está en cualquier momento, hasta que de repente un lunes a las doce y media de la mañana se va la luz en la oficina y empiezan las bromas. “Venga, nos vamos para casa” dice alguien. Y se oyen unas cuantas voces al fondo haciendo el coro. Y todo el mundo piensa que se ha ido la luz en el edificio. Pero pasan diez minutos y otra persona dice “no hay luz en toda España y parte de Portugal”. Las caras cambian, todos nos miramos, ¿qué puede estar pasando?
Entonces comienza la jornada extraña. Una jornada que quizá era habitual en la vida de nuestros abuelos porque entonces no podías comunicarte con tu gente cuando estaba en la calle. Te despedías de tu familia por la mañana y no volvías a saber de ellos hasta que volvías a verlos al mediodía, por la tarde o por la noche. No hablabas con tus amigos como hablas ahora, de manera inmediata, cuando te apetece. Nosotros, los habituados a la mensajería instantánea, a llamar a quien queremos cuando queremos, a buscar cualquier cosa en los buscadores de internet en cualquier momento, a leer cualquier noticia en cualquier medio digital, a compartir lo que se nos ocurre por redes sociales, nosotros, de repente, estamos aislados, o, por lo menos, aislados de esa forma de vida a la que nos hemos habituado y que hemos hecho nuestra. De repente nuestra vida cotidiana, diaria, ha quedado interrumpida. Todo queda interrumpido, absolutamente todo.
Sales del trabajo sin saber dónde está tu pareja o tus hijos. No has podido hablar con ellos. Piensas que lo averiguarás cuando llegues a casa, que seguro que están allí o de camino. Y en el coche escuchas la radio, que te cuenta lo que está ocurriendo y te das cuenta de que eres un afortunado, porque aún con el caos que hay en el camino hacia tu casa, sabes que llegarás, más tarde o más temprano llegas. Quizá no vas en coche, vas andando. Puede que tardes dos horas, pero sigues siendo afortunado, puedes llegar caminando a tu casa. Muchos, todavía no lo sabes, pero va a ocurrir, van a dormir en los trenes que se han quedado parados en el medio del campo, o en las estaciones, incluso, hay niños que van a dormir en el colegio con algunos profesores. Y eres afortunado porque sabes que tienes comida en casa y no tienes a nadie en ningún hospital. Eres afortunado por muchos motivos.
Llegas a casa y piensas que así vivirían tus abuelos. Con el transistor a pilas encendido, escuchando lo que está ocurriendo fuera, tú además tienes un libro en las manos. Y así vas a pasar la tarde hasta que se haga de noche, porque si no vuelve la luz antes de hacerse de noche, ya no podrás leer. Lo que haces otras tardes, ver una serie o una película, es imposible de hacer, no hay luz. Y te quedas leyendo, como tantas otras personas. Claro que también hay un montón de personas en la calle, paseando, otra idea estupenda con el tiempo que hace esa tarde.
Y en la radio cuentan un montón de historias de un montón de personas distintas. En general, hay caos y todo el mundo está con la misma incertidumbre, pero a ti te ha parecido que, en el camino a casa, en el caos del tráfico, en las calles sin semáforos, la gente estaba más amable que otros días. Piensas que quizá son estas situaciones las que nos igualan, en el fondo somos todos igual de vulnerables. Y tú y el resto de las personas estáis igual y sabéis lo mismo. Puede que haya un puñado de elegidos que sí sepan qué está pasando y cuándo volverá a ser todo como antes, pero tú y la mayoría no lo sabéis. Hay caos en muchos lugares, pero tú sabes que eres una afortunada, estás en casa y estás con los tuyos.
Y entonces sigues leyendo el libro que te está encantando y te sientes hasta agradecida por esta tarde de descanso y lectura. Y cuando ya tienes velas preparadas para encender cuando caiga la noche, vuelve la electricidad.
Te vas a la cama con una sensación extraña. Tan extraña como que te ha hecho recordar que no necesitas tener un móvil a todas horas en tu mano. En realidad, ya lo sabías, porque el primer móvil lo tuviste camino de los treinta años. Piensas entonces que ojalá todos los que no han conocido la vida sin un móvil también lo descubran. Que no es necesario estar conectado cada segundo.
Vuelves a poner el despertador, parece que mañana todo va a volver a la normalidad. Y al día siguiente te levantas y, efectivamente, todo ha vuelto a la normalidad. Vuelves a encender la cafetera y sale el café y el móvil está hasta arriba de mensajes. En un rato estarás de nuevo en la oficina.