Hace un tiempo me quedé helada al ver ‘La zona de interés’, del cineasta británico Jonathan Glazer. Esta película relata la vida del comandante jefe de Auschwitz, Rudolf Höss, y su familia. Nada más empezar destacan en primer plano una bonita casa, un jardín, unos niños jugando, una piscina y su tobogán… Es todo idílico. De fondo, el campo de concentración, los barracones, el humo denso de su chimenea, gritos y tiros… Devastador. A un lado del muro hay flores. Al otro, el infierno. Son dos realidades paralelas y al comprenderlo es inevitable sentir un escalofrío. Da más miedo que cualquier película de terror. Sobre todo cuando él llega al patio y se lava las botas de sangre. También cuando se observa la relación que mantiene con su esposa quien, por cierto, parece todavía más insensible que él. Aunque resulte inconcebible, los monstruos también forman un hogar.
Ahora, tras ver ‘Blaubeeren’, (arándanos, en alemán), me invaden de nuevo la desazón y la impotencia. Sergio Peris-Mencheta ha vuelto al teatro poniéndose al frente de la dirección de este texto de Moisés Kaufman y Amanda Gronich. En el escenario explican que a Rebecca Erbelding, la responsable de archivos del Museo del Holocausto de Estados Unidos, le ha llegado un álbum de fotos de la Segunda Guerra Mundial nunca antes vistas. Es un grupo de oficiales nazis que pertenecen al mismo recinto de muerte. Están charlando tranquilamente, tomándose algo durante un descanso, retozando en la zona de recreo de Solahütte, disfrutando de una ceremonia oficial, sonriendo a cámara… Cualquiera diría que están de vacaciones. Estas imágenes contrastan con las que todos tenemos grabadas en la retina, las de los reclusos famélicos y maltratados.
Por si fuera poco, de pronto, aparecen unas mujeres de uniforme. Es una excursión de las Helferinnes, jóvenes que trabajaban como telefonistas o administrativas. Son guapas, se muestran alegres, llevan el pelo arreglado y resulta insultante que se estén divirtiendo tanto. Comen las dichosas moras azules y bromean sentadas sobre una cerca. Alguien podría pensar que eran ajenas a lo que estaba sucediendo, disculparlas incluso… Sin embargo, conocían bien el destino de esos prisioneros que dividían al bajarse del tren. Me da igual que me digan que habían sido adoctrinadas, la crueldad no se aprende.
¿Por qué he borrado de mi cabeza el papel que tuvieron ellas? También hubo guardianas de las SS, como María Mandl o Irma Grese, apodada “la bella bestia”. Las dos fueron condenadas a muerte por sus asesinatos y torturas. Hubo muchas más, pero el sadismo de sus compañeros las eclipsó en parte y, por eso, muchas se salvaron de ser juzgadas por sus crímenes.
Cuando recopilas toda esta información, se te agolpan de nuevo demasiadas preguntas: ¿Cómo podían molerles a patadas y luego seguir con su rutina? ¿Eran felices tras hacer algo así? ¿Cómo es posible que personas normales desayunasen, se fuesen a hacer un trabajo semejante y regresasen de noche a acostar a sus hijos? ¿No tenían remordimientos?
Peris-Mencheta comentó en una entrevista que esta representación trata de “la banalidad del mal que puede suceder en cualquier parte por desgracia”. “La maldad habita en uno y con el cerebro suficientemente bien lavado uno puede estar en la cadena de un proceso diabólico”.
Amnistía Internacional recuerda que 1.100.000 personas murieron sólo en Auschwitz. La mayoría eran judíos, pero había también prostitutas, homosexuales, rusos, gitanos… Las cámaras de gas y los hornos crematorios llegaron a matar hasta 5.000 seres humanos al día.
Es espeluznante comprender que los autores de las mayores atrocidades pueden ser individuos comunes que te cruzas por la calle. Ellos no se sentirán responsables. Dirán que sólo ejecutaban órdenes o que defendían sus ideales.
Hoy nos avergonzamos de todo lo ocurrido y decimos una y mil veces que no se debe repetir. Hay que mantener viva la memoria. Esta situación no ha terminado. Sigue habiendo exterminios en masa, aunque miremos hacia otro lado.