El hombre, desde que se reconoce como tal, necesita crear. No para sobrevivir, sino para comprender lo que significa estar vivo. Aquellos bisontes en las cuevas de Altamira no fueron simples apuntes de caza, sino un intento de fijar en la roca lo inasible: la experiencia humana. Crear es fijar la memoria de lo efímero, un gesto de resistencia frente al olvido. Desde entonces, la creación ha estado ligada a la memoria, la imaginación, la fantasía. Crear para entender, crear para soportar, crear para celebrar.
Los cuentos clásicos —de tradición oral, de hadas o de iniciación— no nacieron como entretenimiento infantil. Tenían una función mucho más profunda: adentrarse en el misterio de la existencia. Preguntarse por qué amanece, por qué anochece, por qué morimos. Ortega y Gasset llamó a los cuentos: materia religiosa extraordinaria. Bajo sus símbolos, Caperucita es la aurora devorada por el lobo de la noche, y Blancanieves guarda ecos de la constelación de Casiopea. Eran relatos que iniciaban al hombre en su experiencia vital, manuales simbólicos de cómo enfrentar el miedo, la pérdida o el deseo.
A fin de cuentas, narrar es un modo de ordenar el caos. La escritura se convierte en un espejo donde mirarse, una forma de ensayar respuestas frente a la angustia de ser humanos. Flaubert, encerrado en su torre de marfil, escribía como quien huye del mundo; su vida era la literatura, y lo cotidiano le resultaba una pérdida de tiempo. Stefan Zweig, más conciliador, veía en el acto creativo una combinación de esfuerzo, trabajo y magia. Una parte misteriosa que ni siquiera los autores logran explicar, porque ni ellos mismos saben de dónde surge, pero de pronto sucede. Uno no sabe muy bien qué le ocurre, pero ocurre. Entramos en un estado en el que dejamos de ser nosotros mismos y nos olvidamos de nuestra existencia. Vivimos en ese mundo inventado mientras escribimos, hasta que el mundo real interrumpe: los garbanzos que se pegan en la olla, un guiso que se quema o una alarma que nos devuelve a lo cotidiano.
Quizá por eso seguimos creando y contando, aunque sea en la intimidad de un cuaderno o en la fugacidad de una red social. Porque al hacerlo nos descubrimos, nos reconocemos y nos resistimos a la homogeneidad que a veces se nos impone para ser políticamente correctos. La creación, en cualquier forma, es siempre un acto de resistencia contra lo que nos uniformiza.
En un mundo cada vez más saturado de datos, de ruido, de información instantánea, necesitamos historias que nos devuelvan a lo esencial: quiénes somos, qué tememos, qué deseamos. Las necesitamos para sostener nuestra humanidad en medio de la avalancha tecnológica.
Porque, como recordaba Zweig, hay una parte de la creación que es trabajo, otra que es disciplina, y una tercera que seguirá siendo misterio. Y en ese misterio, precisamente, reside nuestra diferencia.