Opinión

Siempre habrá algo mejor

Actualizado: h
FacebookXLinkedInWhatsApp

Volvíamos de viaje. Íbamos mis padres delante, mi novio y yo detrás, cuando, al poco de haber empezado el trayecto, mi padre decidió que era buen momento para hacer un poco de “coaching sentimental”.

Sinceramente, me pilló por sorpresa solo a medias, ya que cada vez se muestra más “preocupado” por la felicidad a largo plazo de sus hijas. Cosas del paso del tiempo, supongo, y más ahora que nos ve a todas ennoviadas en serio.

Con ese tono medio serio, medio curioso, y sobre todo muy natural, empezó a indagar en nuestra relación para saber si habíamos hablado ya de las cosas importantes. Ya sabéis: valores, planes, expectativas, visión compartida del futuro. Ese tipo de charla que a uno le pilla por sorpresa a las 11 de la mañana en la autopista, con el sol dándote en la cara y sin haberte tomado siquiera un café para poder abordar la conversación con la agudeza necesaria.

Podría haber sido incómodo, como cuando alguien te pregunta de la nada si te ves casado con la persona que tienes al lado. Pero con mis padres las conversaciones raramente lo son. Mientras conducíamos entre olivos, hablamos de todo: nos contaron su experiencia, su percepción de las relaciones de ahora y lo que ellos pensaban que era clave para ser exitoso en el amor. Tocamos muchos temas interesantes, pero uno en concreto me ha tenido pensando desde entonces, y quiero compartirlo hoy: cada vez hay menos gente dispuesta a luchar por algo. Y eso, quizás, tiene mucho que ver con el inconformismo crónico en el que vivimos sumergidos.

Hoy todo el mundo quiere lo mejor. Pero no lo mejor posible o lo mejor para cada uno, sino lo mejor del universo entero. Y si lo que tengo no es perfecto, ¿para qué quedarme? “Siempre habrá algo mejor” —ese mantra encubierto, que parece motivacional, pero es puro veneno.

Antes, cuando algo se rompía, se intentaba arreglar. A lo mejor este ejemplo os parece tonto, pero cuando pienso en mi abuela —una señora a la que no le falta de nada— me vienen a la cabeza infinidad de cosas antiguas, medio rotas o pasadas de moda, que ella ha arreglado y guardado, y que sigue usando con la misma ilusión que cuando eran nuevas. Para ella tirar algo no es normal: todo se puede salvar o reutilizar. Una blusa de 1982 apañada con retales de otras prendas que se sigue poniendo. Un mueble que cambió de forma y color tres veces antes de encontrar su sitio. Un tomate tocado que acaba en una salsa deliciosa. Unas medias con carrera que terminan convertidas en coleteros caseros. Lo que para muchos sería “basura”, para ella es un proyecto.

Podría parecer simplemente la consecuencia de una mentalidad de posguerra —y lo es, en parte—, pero también encierra una filosofía que hoy está en peligro de extinción: todo tiene arreglo, si se le pone ingenio, ganas y un poco de cariño.

Si pienso en mi generación, la cosa cambia. Somos más de cambiar que de reparar. Si algo se rompe, lo tiramos. Si algo envejece, lo sustituimos. No sabemos zurcir, pegar, o barnizar (ni literal ni metafóricamente). Nos rodeamos de cosas nuevas que duran lo justo, como si el valor estuviera en la novedad y no en el uso. Un móvil lento, una silla que cojea, una camisa con un botón suelto: todo eso va directo a la basura o al fondo del armario. Vivimos rodeados de objetos sin historia, sin arrugas, sin apego. Lo viejo da pereza, lo imperfecto molesta, y lo que exige esfuerzo, se descarta.

Y si esto pasa con objetos “insignificantes” del día a día, pasa mucho más en aquello que importa de verdad. Si no toleramos la imperfección en nuestra apariencia y nuestras posesiones, la toleramos mucho menos en las relaciones amorosas, los trabajos, las amistades, o incluso en la familia. Nada dura porque nada tiene por qué durar. Siempre hay otra opción más nueva, más brillante y más perfecta a la vuelta de la esquina. Nos han criado diciendo que nos merecemos lo mejor, pero no hemos entendido que “lo mejor” se construye, se cuece a fuego lento, se pega con cinta y se repara diez veces si hace falta.

Vivimos en la era del swipe, del algoritmo que te promete que, si deslizas un poco más, inmediatamente aparecerá alguien mejor. En la era del FOMO (miedo a perderse algo), pero aplicado a todo. Nos aterra la idea de quedarnos con algo “solo” bueno, no vaya a ser que estemos renunciando a lo excelente. Así que vamos saltando, acumulando decepciones, sin darnos cuenta de que la excelencia en la vida real, rara vez llega sin esfuerzo. Y mucho menos sin compromiso.

Hemos confundido amor con euforia, compatibilidad con perfección, y libertad con huida. Queremos relaciones profundas, pero sin complicaciones, trabajos con propósito, pero sin frustraciones, y una vida cómoda, pero sin rutina. Y claro, como eso no existe (no, no existe), nos sentimos constantemente defraudados.

Quizás por eso la gente que se queda se ha vuelto la verdadera rara avis. Porque quedarse hoy, luchar por algo hoy, implica mirar de frente a lo difícil, lo imperfecto, lo que puede parecer viejo o roto y decidir qué merece la pena. Implica mirar más allá, ver lo que algo podría ser con esfuerzo y elegir esforzarse porque el potencial supera con creces el desgaste. Aunque haya altibajos. Aunque no sea perfecto.

Y no sé, igual me estoy haciendo mayor, o igual solo soy hija de mis padres. Pero esa conversación, entre el tráfico y los campos, me hizo pensar que tal vez lo verdaderamente revolucionario hoy sea eso: quedarse. Muchas veces, lo mejor no está por venir. Muchas veces, el mejor proyecto de tu vida es el que ya has empezado.

TAGS DE ESTA NOTICIA