El sábado pasado visité por primera vez Teruel con motivo de su feria del libro, que además cumplía diez años. Teruel existe, me venía a la mente. Hay anuncios tan buenos que se quedan dentro para formar parte de nuestra memoria.
El camino desde Madrid puede parecer algo tortuoso, pero no duden de que nos espera una recompensa. Me cuentan que el Ave que podría haber pasado por allí se lo llevaron a Cuenca porque tiene más población y da más votos. Yo he tenido que tomar un Ave hasta Zaragoza, desde allí hay un tren que va a Teruel, pero se para mucho, me dicen, y no es seguro que llegue a tiempo. Últimamente este hecho no es una novedad, por desgracia. Aunque he de decir que el pasado sábado, los trenes que tomé funcionaron con una puntualidad exquisita. Los acontecimientos históricos nos están dando una tregua.
Sin embargo, el trayecto de Zaragoza a Teruel lo hice en un coche de la organización de la feria y así pude también disfrutar del paisaje, de su tierra que se va tornando poco a poco rojiza. Teruel es una ciudad medieval, mudéjar, bella, muy bella, así que vengan de donde vengan, el viaje siempre merecerá la pena. Nada me puede gustar más que una ciudad que todavía conserva su aire y sus edificios del medievo. Sus recovecos, sus calles peatonales y estrechas. Pasear por Teruel es una delicia, incluso con el viento del pasado sábado y la amenaza de lluvia.
Muchas grandes ciudades se han levantado sobre mitos, sobre leyendas que le dan una simbología propia —ahí está Roma con sus gemelos Rómulo y Remo— Teruel tiene su torico y el torico su plaza. Cuentan que, en el siglo XII, durante la Reconquista, el rey Alfonso II andaba buscando un emplazamiento estratégico para fundar una ciudad cristiana en territorio recién conquistado. Y que una noche, al acampar sus tropas, vieron un toro sobre una colina, iluminado por una estrella brillante. Lo tomaron como señal divina y allí mismo decidieron fundar la ciudad. Así que la plaza del Torico es un homenaje al origen. El pequeño toro sobre una fuente puede parecer discreto, pero en él se condensa toda una historia fundacional. También el Manneken Pis de Bruselas es minúsculo, y sin embargo ahí está, presidiendo postales y con un buen vestuario.
Teruel tiene además dos torres mudéjares que me fascinaron, una de ellas ligeramente torcida, como la de Pisa, y por su puesto la iglesia de San Pedro. Sus muros fueron decorados por el pintor turolense Salvador Gisbert, con pinturas murales de estilo neomudéjar. Las vidrieras modernistas también son obra suya y llenan el templo de color. Aquí descansa la historia de los Amantes de Teruel, aquí descansa lo que queda de ellos en un bello mausoleo donde sus esculturas yacen una junto a otra, con las manos que no llegan a tocarse. Volveré con más tiempo, quizá junto a mi querido compañero, Javier Sierra, como buen Cicerone. Porque lo mejor de las ferias, más allá de los libros, es conocer nuestras ciudades, su gente. La gente, al final, es lo mejor de todo. Luego un campo verde, una colina roja, una iglesia mudéjar, una vidriera que deja pasar la luz, una sonrisa, una historia de juveniles amores aciagos. No pido más para ser feliz un sábado.