La Defensa, el rearme y la seguridad han pasado al primer plano de la agenda pública y política. En las últimas semanas, se han venido hablando de las iniciativas emprendidas por Indra para ensanchar y fortalecer su espectro de actividad con distintas operaciones de tipo corporativo. No voy a hablar de conflicto de intereses, ni del asombroso ascenso de los Escribano brothers en el paisaje industrial e inversor español, ni de todo el olor a chapuza y vulgaridad que desprende los movimientos político-empresariales que se mueven alrededor del Ejecutivo, ni tan siquiera de la instrumentalización de Telefónica para cualquier juego de tronos en el ámbito mediático o militar, que igual da: ni tampoco de la sensación de provisionalidad e incertidumbre de los contratos con las empresas israelíes, cancelados por la presión de los miembros de la extrema izquierda que se sientan en el Consejo de Ministros, ni de las iniciativas suicidas para abandonar la OTAN de una parte importante de los autodenominados socios del Gobierno.
Voy a intentar centrarme exclusivamente en la necesidad que tiene el país de disponer de una industria de Defensa con capacidad para fabricar armamento y munición para las Fuerzas Armadas españolas, tanto de tipo tecnológico como mecánico. Esta industria abarca la producción de armamento ligero, vehículos de combate y electrónica y la fabricación de aviones y barcos de guerra.
Obviamente, si hablamos de industria de Defensa, estamos obligados a contextualizarlo en los intereses geoestratégicos y en los riesgos españoles de seguridad. Les guste a unos más y a otros menos, España se integra dentro de la Defensa occidental, que cuenta con las fuerzas de la OTAN como su principal escudo. Y con Rusia como principal amenaza, como la guerra de Ucrania ha puesto sobradamente de manifiesto. Los Estados Unidos están dispuestos a reducir su presencia, al tiempo que exigen un mayor esfuerzo de gasto militar a todos sus socios europeos. Me parece una posición adulta a la que las potencias europeas deben de dar una respuesta inmediata, política y financiera.
Como es sabido, la contribución española linda con lo exiguo, pues sólo destina un 1,2% de su PIB a la Defensa. El presidente del Gobierno ha sumado peras con manzanas para intentar llegar al 2% con un esfuerzo adicional de 10.400 millones de euros. Pero ese 2% ya no vale. La OTAN ya está reclamando un 3 o un 3,5%%. Y eso, representa un esfuerzo financiero importante para el Gobierno español, que deberá mantener año tras año. Pero es un esfuerzo que deberá acometer si quiere aspirar a sentarse en la misma mesa que sus socios europeos. La Unión Europea, por su lado, ha anunciado un ambicioso plan de 800.000 millones de euros en gasto militar para ponerse a la altura de la realidad.
Evidentemente, España participa de los riesgos comunes al resto de los aliados europeos. Para enfrentarse a ellos se impone la construcción de un escudo antimisiles, similar al americano o al israelí, que le proteja y disuada de potenciales ataques. Ello exige un esfuerzo tecnológico y financiero de gran dimensión. Adicionalmente, España tiene un riesgo propio al otro lado del Estrecho, en especial en las ciudades de Ceuta y Melilla y en las propias Canarias. Ningún gobierno responsable puede volver la espalda. Para ello, se tiene que dotar de los necesarios recursos disuasorios para proteger sus territorios.
Nuestra industria militar es, hay que reconocerlo, tan pequeña como el gasto del Gobierno. Indra, a la que podríamos considerar su buque insignia, no alcanza una capitalización ni de 5 mil millones de euros. Dejando a un lado la paneuropea Airbus, con 135 mil millones, Alemania cuenta con Rheinmetall, con 60 mil millones; Francia, con Thales y Safran, con unos 50.000 millones cada una, y Dassault, con 25 mil millones; Italia, con Leonardo, con 40.000 millones; y Reino Unido, con Rolls.Royce, con 80 mil millones, y BAE, con 60 mil millones, Hasta la pacifista Suecia dispone de Saab, con 14.000 millones. A su lado, Indra es un enano.
El ‘Anuario Spain Defence & Security Industry 2024’ registra 394 empresas como parte de la industria militar española, generando una facturación anual de casi 6.600 millones de euros. El sector está dominado por cinco grupos, que representan el 80% de toda la actividad. Se trata de Airbus, Navantia, Indra, Santa Barbara y Expal. Santa Bárbara y Expal pertenecen a sociedades extranjeras. Aproximadamente, el 50% del tejido empresarial está en manos foráneas. Es un dato significativo cuando reclamamos la creación de grupos con capacidad de competir internacionalmente. Otro rasgo es el elevadísimo número de pymes que pueblan la industria como subcontratistas de las grandes.
La Asociación Española de Empresas Tecnológicas de Defensa, Seguridad, Aeronáutica y Espacio (TEDAE), fundada en 2009, es posiblemente la entidad más representativa. Agrupa a 99 empresas, de las que solo una decena supera los 250 empleados. Por tanto, se consideran sólo grandes empresas al 9% de sus miembros y al 70% lo encuadra como pymes. La inmensa mayoría de sus representados están por debajo de los 50 trabajadores. Sus datos sobre el sector difieren de los anteriores, pues atribuye una facturación de 13.900 millones de euros en el 2023. Aeronáutica, defensa, seguridad y espacio suponen los cuatro pilares del negocio, siendo la aeronáutica militar la que más factura, seguida de defensa y seguridad. Hay que decir que, pese a todo, España ocupa la octava posición en el mercado mundial de la defensa.
España necesita construir un campeón de la industria militar. Indra ha cerrado recientemente la operación de Hispasat y ha mostrado interés en Escribano, Santa Bárbara y el llamado “tallerón” de Duro Felguera. Indra es el candidato ideal para nuclear estos esfuerzos. Para ello, se precisa de una clara visión política por parte del Gobierno, con un ministro y un secretario de Estado, dedicado a ello. También se requiere de líderes empresariales con visión estratégica, con experiencia en la industria militar y con capacidad de gestión. No vale cualquiera. Y, por supuesto, un acuerdo parlamentario entre los partidos adultos con sensibilidad para detectar la brújula que orienta la navegación del mundo.