La Iglesia católica se encuentra en una encrucijada, entre el legado del Papa Francisco y la incertidumbre del nuevo liderazgo. A vista de pájaro, el tapiz que ha ofrecido el cónclave en la Capilla Sixtina durante estos días no es la imagen de una institución adaptada -si hablamos en términos de igualdad de género- al siglo XXI. Por una combinación de razones teológicas, históricas y culturales, los 133 cardenales que han elegido son hombres. Ha sido el más numeroso de la historia y el de mayor diversidad geográfica, pero la presencia femenina sigue un asunto pendiente.
Existen varios hechos que se consideran vinculantes para la masculinidad del sacerdocio, el papado u otras estructuras jerárquicas, como el hecho de que Jesucristo eligiese solo a hombres como apóstoles. De manera que, durante más de 2.000 años, la jerarquía ha sido exclusivamente masculina. El Código de Derecho Canónico establece que solo los varones bautizados pueden recibir las órdenes sagradas, a pesar de que ha habido mujeres con gran influencia espiritual y cultural, como Santa Teresa de Jesús.
A pesar de la progresiva inclusión de mujeres en diferentes roles de liderazgo y a pesar también de que el Papa Francisco proclamó el deber de respetar, defender y apreciar a las mujeres y fomentó desde la Iglesia el cuidado maternal frente a la deshumanización de la violencia, en general hay acuerdo en que existen muchos desafíos suspendidos en el aire que apuntan directos al nuevo papado.
La Iglesia católica se preocupa por el medio ambiente, la pobreza, la paz, la justicia social, la migración, los conflictos bélicos, las crisis de espiritualidad y la infancia. Inspirada en su doctrina, se compromete con los refugiados y las víctimas de exclusión o explotación laboral, defiende el cuidado de la naturaleza desde un enfoque espiritual y ético, denuncia el racismo y la xenofobia, promueve el entendimiento con otras religiones, trabaja por la paz y denuncia la violencia. Sin embargo, ni siquiera el Papa Francisco con su mentalidad aperturista exploró abiertamente remedios para otros males, igualmente graves, pero incómodos.
Uno de ellos, los abusos sexuales cometidos por miembros del clero o los sufridos por las monjas. ¿Para cuándo la transparencia absoluta y la reparación adecuada de las víctimas? ¿Seguirá imponiéndose el celibato a los sacerdotes? ¿La homosexualidad dejará ser un tema embarazoso? ¿Y la transexualidad? ¿Se permitirá su inclusión plena en la vida sacramental? ¿Habrá una nueva visión sobre el matrimonio, la anticoncepción, el aborto y la eutanasia? Y, por último, ¿se le permitirá a la mujer ir escalando puestos en la Iglesia? ¿Se replanteará la estructura patriarcal?
El Papa Francisco dio algunos pasos significativos, como la admisión de mujeres en el Sínodo de 2024 y la concesión del derecho a voto a las 57 mujeres. Nombró a una veintena de mujeres para ocupar puestos de autoridad en el Vaticano, como la religiosa italiana Simona Brambilla, la primera en dirigir un departamento de la Curia Romana. En las parroquias, facilitó también que fuesen designadas para los cargos anteriormente reservados a los hombres.
Sin embargo, las razones que limitan la presencia femenina en la vida eclesiástica y en sus altas esferas no se han alterado sustancialmente y, a día de hoy, no pueden predicar durante la misa ni aspirar al sacerdocio. El propio Francisco protagonizó algún desliz verbal que delató su falta de tacto, como su oposición al feminismo contemporáneo por considerarlo “machismo con faldas”, el recordatorio a una periodista de que “las mujeres fueron extraídas de una costilla” o aquella vez que se dirigió a un grupo de monjas pidiéndole que no hicieran las zitellone, un término de desprecio en cualquiera de sus dos acepciones, solteronas o chismosas.
Sería bueno que el nuevo Papa rescatase la Encuesta Internacional de Mujeres Católicas de 2023, en la que el 84% de mujeres se mostraron a favor de una reforma que reconozca las capacidades de liderazgo de las mujeres y su contribución continua a las comunidades. Las encuestadas expresaron también su frustración por no verse representadas con sus dones y talento y también por las cargas financieras o el exceso de trabajo femenino no remunerado en la Iglesia, especialmente en las parroquias.
Este mismo sondeo reveló el anhelo de una mayor libertad de conciencia en materia sexual y reproductiva, puesto que, al ser negada por la ley eclesiástica, las católicas ven mermada su autonomía, aumentando así su vulnerabilidad en situaciones de violencia de género, un mal que el Papa Francisco calificó como “hierba venenosa que aflige nuestra sociedad y que debe ser eliminada de raíz”.
Han pasado ya 66 años desde el Concilio Vaticano II convocado por Juan XXIII con el objeto de acercar la Iglesia al mundo moderno, pero no ha habido reformas significativas que corten de raíz esta u otras malas hierbas. El Papa Francisco alzó la voz, pero no fue suficiente. “Las mujeres son fuentes de vida -expresó en varias ocasiones-, pero son continuamente maltratadas, golpeadas, violadas, inducidas a la prostitución y suprimidas de la vida que llevan”.
Una mayor presencia en puestos de poder permitiría una agenda feminista católica que, además de reducir la violencia de género, abordase la pobreza crónica de la mujer en algunas partes del mundo, la mortalidad materna, la brecha salarial, la educación de las niñas y el acceso a la atención médica y a otras necesidades básicas que garantizan una vida compatible con su dignidad. Ayudaría a romper las barreras arbitrarias que le impiden alcanzar su potencial en la política, el ámbito laboral o cualquier otro contexto.
Aunque existen posiciones inamovibles que llevan a cerrar puertas cuando parecían ya entreabiertas, el Papa Francisco ha dejado una sensibilidad mayor y también valentía. Podría ser al menos el punto de partida para plantear temas candentes tanto en el seno de la Iglesia como en la sociedad. Hay más preguntas que respuestas y tal vez sea un delirio imaginar que una mujer vestirá algún día la sotana de cardenal o lucirá el anillo del pescador con la imagen de San Pedro y su nombre de pontífice reinante, pero el camino está trazado y debería ser inquebrantable.