No se imaginaban llegar hasta aquí. Temieron incluso que la instrucción se archivara. Tenían una prueba conseguida de forma comprometedora: todos los audios que demostraban el maltrato sufrido por su hijos durante el curso 2018-2019 los habían obtenido tras introducir una grabadora en el aula. Iba camuflada en el perfecto caballo de Troya: un peluche de felpa que les destapó un horror que desconocían. Todas las vejaciones que escuchaban cada día sus pequeños en el interior del aula de educación especial de la Fundación Gil Gayarre los dejaron espantados y desolados.
Ellas mismas cavaron su tumba procesal, palabra a palabra. Así lo constata la jueza al considerar que se dirigían a los menores “con tono despectivo, amenazante, gritos y sin paciencia”, profiriendo expresiones tales como: “Estás bobo, atontadito, deja de hacer bobadas; qué pesada eres, me dan ganas de matarte; ¿quieres quitarte el puñetero abrigo?; no provoques tanto, que a mí tampoco me hace ilusión abrazarte; ¿te haces el tonto del culo?; cada día más guarro; que me importa un pito que llores, un pito y medio; con la mano abierta te daba yo; una de ida y otra de vuelta”. La lectura de corrido es abrumadora. Y sólo es un tercio de la textualidad recogida en la sentencia para justificar el fallo judicial. Tampoco se las escucha, como sí pudo hacerse en sala.
Leídos de corrido en los hechos probados de la sentencia impactan tanto como el sumario desglosado al que tuvimos acceso en Artículo14 hace tres meses, cuando arrancaba el juicio. Las víctimas, sus hijos de entre siete y doce años. Las acusadas, dos mujeres con formación en pedagogía terapéutica y asistencia técnica de educación que ejercían como titular y auxiliar al cuidado de unos niños con necesidades especiales. A día de hoy, están condenadas a siete años de prisión por siete delitos contra la integridad moral -uno por cada víctima- con la agravante de haber cometido los hechos por razón de la discapacidad de los niños y la atenuante de dilaciones indebidas. Por supuesto, durante el tiempo de condena quedan inhabilitadas para ejercer con menores o personas con discapacidad intelectual.
Esas no son ellas. Es lo que alegaron tanto Belén y Manuela. Su defensa se centró en desacreditar los audios, su origen y custodia. Los tacharon de manipulados. Pero el informe de la Sección de Acústica Forense de la Comisaría General de la Policía Científica es contundente: “no se observan indicios de alteración en cuanto a las características acústicas, espetrográficas y sonográficas de los archivos analizados”. Y para la jueza, los padres de los menores no tuvieron otra opción ante “la falta de colaboración del centro escolar”. En este sentido, también fija una responsabilidad civil subsidiaria para la Fundación en la que estaban contratadas de acuerdo con la indemnización fijada para cada menor.
Es el tema espinoso. ¿Cuánto cuesta vejar y humillar a menores, aún más vulnerables por tener necesidades especiales? La sentencia ha establecido que al menos los tres cuyas familias siguieron adelante con todo este duro proceso -que afecta igualmente a otros cuatro menores- sean indemnizados con 5.000 euros cada uno. El montante total es divisible entre las acusadas. En esa otra letra marcada por los números, el jarro de agua fría para las familias es indiscutible. Lo consideran insuficiente valoran qué paso dar ahora, con el convencimiento de que las condenadas recurrirán a una estancia superior y que el proceso se prolongará por más tiempo. Recuerdan que quienes más lo acusan son sus hijos, que han cumplido seis años desde que escucharon esos improperios dirigidos contra ellos. “Y aún se notan las secuelas”, aclaran unos padres que igualmente hoy siente ante todo que “los niños han vencido”. Sea en proporción cuán justa sea, al menos la justicia les ha dado la razón.