Poco después de las diez de la mañana, y entre los repiques de las campanas de la ciudad eterna, el hasta hace dos semanas cardenal Robert F. Prevost —ahora León XIV— se sentó por primera vez en la cátedra de Pedro. Lo hizo en una basílica de San Pedro abarrotada de fieles, jefes de Estado, delegaciones ecuménicas y representantes de otras religiones, en la misa de inicio de pontificado que la Iglesia llama “entronización”. A sus 69 años, el papa agustino pronunció una homilía programática que alternó la calidez del pastor con la firmeza del teólogo: un texto centrado en la caridad como única forma legítima de autoridad y en la búsqueda de la unidad dentro y fuera del catolicismo.
El corazón inquieto de Agustín
“Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”, comenzó citando —en latín y después en español— a san Agustín, su referencia espiritual permanente. Con esa imagen recordó el “tiempo particularmente intenso” que ha vivido la Iglesia tras la muerte de Francisco. “Nos sentimos como ovejas sin pastor, pero el Señor nunca abandona a su pueblo, lo cuida ‘como un pastor a su rebaño'”, afirmó, enlazando la emoción del cónclave con la certeza pascual de la Resurrección.
Rememoró el trabajo de los cardenales: “Acompañados por sus oraciones hemos experimentado la obra del Espíritu Santo, que ha sabido armonizar los distintos instrumentos musicales, haciendo vibrar las cuerdas de nuestro corazón en una única melodía”. Luego admitió, con humildad, que fue elegido “sin mérito”: “Vengo a ustedes como un hermano que quiere hacerse siervo de su fe y de su alegría”.
Dos palabras clave: amor y unidad
Desde el inicio de su homilía, León XIV dejó claro su programa: “Amor y unidad: estas son las dos dimensiones de la misión que Jesús confió a Pedro”. Desgranó entonces el pasaje evangélico del lago de Tiberíades. Recordó cómo Jesús preguntó a Simón Pedro si lo amaba “con el verbo agapao”, el amor total de Dios, mientras que Pedro respondió con fileo, el afecto fraterno. Esa diferencia —subrayó— enseña que el ministerio petrino “sólo puede ejercerse si antes se ha experimentado el amor incondicional del Padre”.
“El ministerio de Pedro está marcado por este amor oblativo, porque la Iglesia de Roma preside en la caridad y su verdadera autoridad es la caridad de Cristo. No se trata nunca de atrapar a los demás con el sometimiento, con la propaganda religiosa o con los medios del poder”. Para evitar la tentación de “ser un líder solitario o un jefe”, el Papa recordó la exhortación de san Pedro a los presbíteros: “No os comportéis como dueños de la grey”.

León XIV citó de nuevo a san Agustín para describir la eclesiología que desea: una comunidad donde “todos los que viven en concordia con los hermanos… componen la Iglesia”. De ese ideal pasó a la denuncia de un mundo “con demasiada discordia, heridas de odio y un paradigma económico que margina a los pobres”. Ante ese panorama, propuso que los católicos sean “una pequeña levadura de unidad… una Iglesia misionera que abre los brazos al mundo”.
“Queremos decirle al mundo, con humildad y alegría: miren a Cristo; acérquense a Él; acojan su palabra que ilumina y consuela”, insistió. Para ello llamó a caminar con las demás Iglesias cristianas, con otros credos y con “todas las personas de buena voluntad” en la construcción de un “mundo reconciliado”.
Herencia de León XIII
En uno de los momentos más emotivos y citados, el Papa enlazó su nombre pontificio con la célebre encíclica Rerum novarum. Retomó la pregunta de León XIII sobre si la caridad no acabaría “por extinguirse pronto toda lucha donde ella entrara en vigor” y la aplicó al siglo XXI. Recordó que la Iglesia no puede encerrarse “en su pequeño grupo” y subrayó que “una unidad que no anula las diferencias, sino que valora la historia personal y la cultura de cada pueblo” es el verdadero horizonte.
En lo ceremonial, la misa siguió el rito romano habitual de inicio de ministerio: el nuevo pontífice recibió el palio y el Anillo del Pescador de manos del decano, el cardenal Giovanni Battista Re. Después de la comunión, bajó los escalones del altar para abrazar largamente a los patriarcas ortodoxos Bartolomé y Teófilo, a los primados anglicanos y a los jefes de las Iglesias orientales católicas. Fue, según Vatican News, “el aplauso más prolongado de la mañana”.
Al término de la celebración, León XIV recorrió en un vehículo descubierto la plaza de San Pedro, saludando a decenas de miles de fieles. Entre ellos se veían banderas peruanas, estadounidenses y, por supuesto, agustinianas: recuerdo de las cuatro décadas misioneras del Papa en Chiclayo y de su servicio como prior general de la Orden.

La homilía inaugural de León XIV, de poco más de veinte minutos, ofrece ya pistas claras sobre el rumbo de su pontificado. En primer lugar, la primacía absoluta del amor como criterio de gobierno: “Sólo en el amor de Dios Padre podrás amar a tus hermanos aún más”. En segundo, la urgencia de la unidad interna y externa: una Iglesia sin barricadas doctrinales y con pasión ecuménica. Y en tercero, la mirada misionera: no imponer, sino proponer la fe “con humildad y alegría”. Siempre, con un concepto de autoridad despojado de poder y saturado de servicio.