Era un 2 de agosto de 2015 en Ohio, EEUU. Una voz entrecortada y nerviosa se escucha en una llamada a la policía. “¡Un hombre acaba de prender fuego a una mujer! ¡Por favor, rápido que se muere!”.
Judy era una joven madre de dos niñas que vivía con su novio, Michael. Un día ambos discutieron cerca de una gasolinera. De pronto el hombre desapareció y regresó en unos minutos. “Michael corrió a mi y comenzó a tirarme gasolina. Mi ropa y cuerpo quedaron empapados” contó Judy más tarde. “Mira lo que te hago ¿Te gusta?”.
Michael encendió un mechero y se lo arrojó a Judy. Hubo un segundo de silencio y después gritos. “El gesto en su cara era puro mal” contaría más tarde. Las llamas devoraron su cuerpo en cuestión de segundos. Michael aparentó que ayudaba, intentando apagar el fuego.
El hospital se convirtió en el nuevo hogar de Judy. Pasó 7 meses en coma. Otros tantos entre quirófanos, tubos y máquinas. Sufrió 60 cirugías, injertos, curas dolorosas hasta el límite. Perdió las orejas, parte de los dedos, casi toda la voz. Su madre lo describió sin adornos: “No parecía una persona; solo se veía que estaba viva”. Aun así Judy se aferró a algo más fuerte que la morfina: sus hijas y la idea de justicia: “Yo tengo cadena perpetua y él no”.
Morir por quemaduras es un proceso cruel. El cuerpo pierde su piel, y con ella se va todo: líquidos, defensas, fuerzas. Llegan infecciones, fallos de órganos, una cadena de dolores que no acaban nunca. Los médicos suelen decir que cada diminuto punto de piel quemada equivale a un día en el hospital. Judy tenía más del 90 por ciento. “Es como mil agujas calientes clavándose al mismo tiempo” llegó a describir.
“En el campo de las quemaduras tenemos una ecuación para la mortalidad: se basa en la edad del paciente y el porcentaje de quemaduras” dice una enfermera en “The fire that took her”, el documental sobre el crimen. “Y en el caso de Judy, tenía 31 años y estaba quemada en un 90%. Su índice de mortalidad era del 110 %”.
Mientras ella resistía, el sistema se movía. En 2016 Michael fue condenado a 11 años por incendio agravado y agresión. La máxima pena posible, pero para muchos era un insulto. Así que Judy tomó una decisión casi imposible: grabar su testimonio. Tuvo que bajar la medicación para demostrar que estaba lúcida. “Quiero que lo condenen de por vida” dijo desde la cama, con voz débil pero clara.
Seis meses antes de morir habló tres horas ante una cámara. Su relato fue admitido en el juicio de asesinato, convirtiéndola en la primera víctima en la historia de Estados Unidos en testificar de esa forma. “Michael no me ayudó, me dejó arder” declaró. La coartada de “accidente” se derrumbó. El asesino no tuvo escapatoria y se declaró culpable de asesinato. El juez lo sentenció a cadena perpetua sin libertad condicional.
De la tragedia nació la Ley Judy: aumentó las penas para los agresores que usan acelerantes y provocan lesiones permanentes. Un orgullo para su hija Kaylyn, de 13 años: “Mamá no sufrió en vano. Aguantó por sus niñas y por justicia”.
Judy sobrevivió 700 días después del ataque. La última escena no ocurrió en un callejón oscuro, sino en un tribunal. Allí se escuchó su voz débil, quebrada, casi metálica. No había que imaginar nada, ella misma lo contó. El jurado escuchó hablar de cómo ardió viva y cómo el hombre que decía quererla la dejó ahí, reducida a fuego.
Judy murió con 33 años. Dejó dos hijas y una madre que convirtió su duelo en activismo. También dejó una frase para ellas: “Recordad que sois el color de mi corazón”. Esto no lo pudo consumir el fuego.