Extremadura vive días de angustia, con miles de hectáreas arrasadas por los incendios forestales y cientos de vecinos que han tenido que abandonar sus hogares o permanecer confinados mientras las llamas se acercaban peligrosamente. La devastación del monte y el paisaje es enorme, pero lo más impactante son las historias humanas que emergen entre el humo. Voces que reflejan miedo, impotencia, pero también solidaridad y esperanza.
En pueblos como Jarilla, Cabezabellosa o Villar de Plasencia, las familias han comenzado a regresar a sus casas tras los desalojos. Al llegar, no se encuentran con ruinas de ladrillo, sino con un entorno reducido a cenizas. Donde antes había bosques, ahora se extienden colinas negras y árboles calcinados.
Eduardo, uno de los vecinos desalojados, describe ese regreso como “volver a un lugar que ya no es el mismo”. Sin embargo, trata de mirar adelante: “Hemos tenido suerte de que el fuego no alcanzara la casa. Ahora queda reconstruir lo perdido. Yo quiero ser optimista, porque no nos queda otra”.
El confinamiento que recordó a la pandemia
Más al norte, en Oliva de Plasencia, el incendio obligó a confinar a toda la población durante más de 32 horas. Las carreteras estaban cortadas y el humo cubría el cielo. Dentro de sus casas, los vecinos vivieron una sensación inquietantemente familiar. “Nos vino a la memoria la pandemia”, cuenta María, que pasó esas horas junto a su madre mayor y sus dos hijos. “Estábamos aislados, sin poder salir ni saber con claridad qué estaba ocurriendo fuera”.
La falta de comunicación fue uno de los mayores problemas. Muchos vecinos apenas recibían información oficial y dependían del boca a boca o de mensajes de alerta en el teléfono. Mientras tanto, el pequeño comercio local se convirtió en refugio. “Teníamos gente que venía a comprar con miedo en los ojos, buscando un poco de normalidad”, recuerda Carmen, tendera del pueblo.
Vecinos contra las llamas
En El Torno, la sensación fue de abandono. “Somos los vecinos los que estamos trabajando contra el fuego”, asegura Iván, que pasó horas junto a un grupo de amigos improvisando cortafuegos con palas y mangueras. “La ayuda no llega y la que llega no es suficiente. Hemos estado solos”. Sus palabras transmiten tanto rabia como resignación, pero también la determinación de no rendirse.
En otro extremo de la sierra, Beatriz pasó la noche en vela con su familia, temiendo perder la vivienda. “Cada vez que el viento cambiaba, parecía que las llamas iban a tragarse todo. Nunca olvidaré esa sensación de impotencia”. Su relato resume lo que muchos viven: la incertidumbre de no saber si al amanecer seguirá en pie lo que levantaron durante toda una vida.
La mirada de quienes luchan desde dentro
Para quienes combaten el fuego, la situación no es menos dura. Juan, bombero de INFOEX, reconoce que la magnitud del incendio ha puesto al límite a los equipos. “Hacemos todo lo que podemos, pero muchas veces sentimos que llegamos tarde. La prevención debería ser durante todo el año, no solo cuando las llamas están ya aquí”. Su testimonio revela la necesidad de replantear la gestión forestal en una tierra cada vez más castigada por el calor extremo y la sequía.
Lejos de los focos inmediatos, un anciano llamado Gregorio lanzó una advertencia que se hizo viral: recordó cómo antes se limpiaban los montes, se pastoreaban las laderas y se cuidaban los cortafuegos de manera natural. “Hoy todo está abandonado y luego pasa lo que pasa”, lamenta. Sus palabras han resonado en la región como un recordatorio de que los incendios no son solo fruto del azar, sino también de un abandono acumulado.
Entre la rabia y la esperanza
En las últimas jornadas, la presidenta de Extremadura ha reclamado más medios al Gobierno central y a Europa: camiones, brigadas de refuerzo, aviones. Mientras tanto, la población se organiza, resiste y espera. Algunos incendios ya han sido estabilizados, pero el de Jarilla sigue desbocado y es el que más preocupa.
Pese al cansancio, el miedo y la pérdida, los testimonios reflejan una misma constante: la voluntad de salir adelante. “El fuego nos ha quitado mucho, pero seguimos aquí”, dice Eduardo. En Oliva de Plasencia, María recuerda con alivio el momento en que pudo volver a abrir las ventanas sin humo: “Nunca valoras tanto el aire limpio hasta que lo pierdes”.
Cada voz recoge un pedazo de la tragedia, pero también de la resistencia. Entre cenizas y paisajes devastados, lo que queda es la gente, su memoria y sus ganas de volver a levantar lo derribado. Extremadura arde, pero sus vecinos no se rinden.