La intimidad de una mujer no debería convertirse nunca en un espectáculo ajeno. Sin embargo, la realidad demuestra lo contrario: incluso en espacios que deberían ser seguros como el vestuario de un gimnasio, el respeto se diluye y la vulnerabilidad se expone sin permiso.
Ser grabada mientras te duchas, sin consentimiento y en secreto, no es solo una invasión brutal de la privacidad: es un recordatorio de que todavía existen quienes se sienten con derecho a apropiarse del cuerpo femenino, reduciéndolo a un objeto.
En Granada, un hombre ha sido detenido esta semana por grabar a una mujer en un centro deportivo mientras se duchaba. Según el relato de la víctima, acudió a este centro para entrenar y, mientras se duchaba, vio cómo había una mano sosteniendo un móvil justo por encima de la ducha. Ella comenzó a gritar, pero no le dio tiempo a ver de quién se trataba.
Ese mismo día denunció y tras la investigación, las autoridades dieron con el presunto autor de los hechos: un hombre de 30 años. Lo consiguieron identificar gracias a las grabaciones de las cámaras de seguridad.
Hechos como este no son aislados. Esto mismo ocurrió hace dos meses en otro gimnasio, esta vez en Torrevieja, Alicante.
No es un hecho aislado
El 6 de febrero de 2025, un juez halló indicios de 46 delitos contra la intimidad y corrupción de menores en el teléfono móvil de un monitor de fútbol femenino de Santander. Las autoridades encontraron grabaciones realizadas en los baños de las menores tras partidos y entrenamientos. Además, poseía material pornográfico con niñas descargado de internet.
En enero de 2022 un médico fue a juicio por grabar durante tres años a mujeres en vestuarios y aseos del Hospital Mateu Orfila de Menorca. Las autoridades encontraron vídeos de hasta 70 profesionales sanitarias de la Unidad de Cuidados Intensivos.
En diciembre de 2021, otro hombre fue condenado a 40 años de cárcel por grabar la ropa interior de más de 500 mujeres en el metro y cercanías de Madrid. Subía los vídeos a internet a una página porno. Su modus operandi era esconder el móvil con la cámara encendida en la mochila y dejar la mochila cerca de las piernas de mujeres con falda enfocando a sus partes íntimas.
En junio de 2018, otro hombre fue detenido por grabar a más de un centenar de mujeres en probadores de ropa de un centro comercial de Madrid. El acusado, de 29 años, no tenía antecedentes penales previos, se colaba en los probadores contiguos y captaba las imágenes mientras las mujeres se probaban la ropa, muchas de ellas menores de edad.
¿Qué rasgos psicológicos tienen estos agresores?
- Patrones de voyerismo: el placer se obtiene a través de la invasión de la intimidad ajena. Obtienen excitación sexual al observar o grabar a otros sin su consentimiento.
- Dificultades en la regulación emocional: presentan dificultades para controlar los impulsos o tendencias obsesivo-compulsivas en torno a la conducta de grabar u observar.
- Baja autoestima compensada con conductas que les hacen sentirse “poderosos”.
- Déficit de empatía hacia la víctima: priorizan su propia gratificación y placer. En este caso, la mujer no es reconocida como sujeto, sino reducida a un objeto de consumo.
- Distorsiones cognitivas: “no le hago daño porque no hay contacto físico”. En este sentido, justifica su conducta bajo la idea de que “solo miran” y no hacen daño, invisibilizando la agresión.
- Apego evitativo o inseguro: puede mostrarse con dificultades para vincularse de manera sana y generar relaciones de igualdad.
Son algunos de los rasgos que señala Corina Vallinoto, psicóloga sanitaria especializada en violencia de género y sexual. “La violencia sexual y la vulneración de la intimidad ajena tienen siempre un componente de poder y control, aunque el agresor no toque físicamente a la víctima”.
Se trata de un dominio simbólico en el que el agresor se sitúa en una “posición secreta de superioridad, donde posee imágenes del cuerpo de la mujer sin que ella lo consienta ni lo sepa. Esa asimetría es en sí misma una forma de violencia, porque priva a la víctima de su derecho básico a la seguridad y a la autonomía corporal”, especifica.
El control y la cosificación son el “núcleo de la violencia sexual, más allá de si existe o no el contacto directo”, añade Vallinoto. El agresor, en casos como este, se siente con el poder y la legitimidad de invadir un espacio que la víctima cree seguro.
La ausencia de contacto físico no elimina la violencia
La impulsividad puede actuar como catalizador, es decir, el agresor responde a un deseo inmediato sin evaluar las consecuencias que pueda tener en la víctima. Y si a esto se le suma una baja tolerancia a la frustración, la combinación es clave: “no aceptan los límites que implica el consentimiento femenino y buscan atajos para satisfacer sus deseos. Cuando no logran gratificación por vías socialmente aceptadas, buscan salidas rápidas e inmediatas, como grabar sin consentimiento”, apunta la psicóloga sanitaria.
Las consecuencias para el agresor
Los delitos a los que se enfrentan las personas que realizan este tipo de conductas están recogidos en el artículo 197 del Código Penal. “Grabar a una persona en un vestuario o una ducha, sin su consentimiento, constituye una clara intromisión ilegítima en su vida privada, porque son espacios donde la expectativa de intimidad es absoluta. Aunque no llegue a difundirse el vídeo o la fotografía, el mero hecho de colocar un dispositivo y captar esas imágenes ya supone consumar el delito”, explica la abogada penalista Irene Fernández.
El acusado se puede enfrentar a penas de prisión de uno a cuatro años y multa de doce a veinticuatro meses, pero si esas imágenes se difunden la pena se agrava y “puede llegar hasta cinco años de cárcel”, además del derecho de la víctima a pedir una indemnización.
“Lo importante es que se reconoce que estos actos no son bromas ni indiscreciones, son ataques graves a la dignidad y la libertad de la persona afectada. Lo relevante es que se trata de un atentado directo contra la dignidad y la libertad de la víctima. La víctima puede incluso reclamar también una indemnización por daños morales”, aclara Fernández.
En el caso de que las imágenes se llegasen a compartir, el daño para la víctima se multiplica y por eso la pena podría ser mayor. Sin embargo, también podría atenuarse, lo que puede lograrse reconociendo los hechos desde el principio, colaborando con la justicia o reparando el daño causado.
“La diferencia es el grado de vulneración de la intimidad y la actitud del autor durante el proceso, difundir es mucho más grave que grabar, y colaborar siempre atenuará la posible condena”, detalla la abogada penalista.
Eso sí, la reincidencia es una circunstancia agravante en el Código Penal: “La reincidencia no crea un delito nuevo, pero endurece la respuesta penal, porque demuestra que la persona no se ha reinsertado tras una condena previa y persiste en la misma conducta”.
Las consecuencias para la víctima
El sentimiento de invasión y pérdida de control sobre su propio cuerpo, la ruptura de la confianza básica en la seguridad del entorno, ansiedad, hipervigilancia y miedo a volver a espacios compartidos. Esto se puede aplicar a gimnasios, baños, piscinas, entre otros.
También puede aparecer la vergüenza o la culpa. “Este tipo de agresiones atacan directamente la capacidad de confiar en que los otros respetarán los límites y la intimidad, lo cual puede reforzar un sentido generalizado de desprotección y abrir heridas previas de violencia o abuso, reactivando memorias traumáticas y generando un trauma complejo”, recuerda Vallinoto.
Sin embargo, es importante recalcar que, a pesar de la gravedad de la conducta, este tipo de situaciones “no siempre generan daños complejos e irreversibles en las víctimas”. No hay que caer en “un discurso que patologice automáticamente” a las mujeres que se han encontrado en estas situaciones y valorar la “diversidad de respuestas al dolor”.
Las consecuencias psicológicas de una agresión así vienen ligadas a otros factores como su “historia previa, recursos internos, capacidad de resiliencia, red de apoyo y contexto social, naturaleza del hecho y percepción subjetiva de lo vivido, la atención por parte del sistema que acoge (o no) la denuncia de lo sucedido”, concreta la psicóloga sanitaria.
Romper la cultura de la vergüenza
¿Por qué no tuviste más cuidado? ¡Ese hombre está loco! ¡Es un enfermo!: son algunas de las frases que se pueden utilizar para invalidar el dolor de la víctima o bien para justificar al agresor con una patología. Lo cierto es que ni la víctima podría haber evitado esa agresión por “estar más atenta”, ni todos los hombres que tienen estas conductas tienen algún trastorno mental.
“Hay que romper con la cultura de la vergüenza y trasladar la responsabilidad al agresor, nunca a la mujer. Centrar el apoyo en la víctima, validar su experiencia y ofrecer recursos de ayuda psicológica y legal”, concluye Vallinoto.
Cuestionar de raíz la normalización del consumo del cuerpo femenino, educar a los hombres en el respeto al consentimiento desmontando esa lógica patriarcal de poder, derecho y posesión sobre las mujeres, sus cuerpos y su intimidad. Esa sería la forma de generar espacios verdaderamente seguros, donde el cuidado y la solidaridad entre mujeres también sean parte de la reparación del daño.