Cuando una mujer habla, muchas sanan: “Me había jurado callarlo para siempre”

Gracias a los testimonios publicados por Cristina Fallarás, mujeres supervivientes de violencia machista rompen el silencio y comparten sus historias. Han dejado de sentirse solas

Mari nació en Rentería (San Sebastián). Tiene 49 años y durante su infancia un familiar abusó sexualmente de ella. Décadas después, tras una vida marcada por el silencio y el dolor, ha decidido contar su historia para ayudar a otras mujeres que han pasado por lo mismo: “Me había jurado a mí misma callarlo para siempre”, relata.

Durante años, Mari intentó enterrar el horror vivido. Pero en 2022 la muerte inesperada de un sobrino removió todo aquello que había intentado olvidar: “Hizo que la verdad pujase por salir de una manera atroz”. El duelo abrió una grieta por la que, finalmente, pudo asomarse su verdad.

Los testimonios que publica Fallarás como motor

No fue hasta 2023 cuando reunió la fuerza necesaria para pedir ayuda profesional y empezar a sanar. Justo antes de comenzar ese proceso, descubrió la cuenta de Cristina Fallarás: “Leer a otras mujeres que habían vivido situaciones similares a la mía me hacía sentirme menos sola, menos bicho raro, sentir menos culpa y menos vergüenza”.

“Encontrar esos testimonios en la página de Cristina Fallarás fue un punto de inflexión”, explica Mari

Encontrar esos testimonios fue un punto de inflexión. En ellos reconoció un patrón común y una fuerza colectiva: “Nos vemos reflejadas las unas en las otras. Es increíble lo que eso ayuda a recuperarnos a nivel mental y emocional”.

De niña quiso hablar, pero el miedo la paralizó: temía destrozar a su familia, que no la creyeran y perder a quienes sí la cuidaban como merecía.

El eco de otras voces

Soraya (nombre ficticio para proteger su identidad) sufrió abusos desde los cinco años. Su hermano mayor, también menor de edad entonces, fue su agresor. La violencia escaló con el tiempo: “A medida que iba creciendo, sufría mucha violencia, muchas humillaciones; controlaba quiénes eran mis novios y les amenazaba con pegarles si no me dejaban”, explica con voz entrecortada.

Las amenazas de muerte y las agresiones sexuales se volvieron rutina. “Eso lo normalicé. Gracias al feminismo pude ver que no era normal, que muchas personas han pasado por eso y han sentido la misma culpa que yo”.

Los testimonios que Fallarás comparte en redes se convirtieron para ella en una vía de escape y comprensión. Los comentaba en su grupo de amigas: “Había días en que los testimonios que colgaba me ponían de muy mal humor, pero a la vez lo agradecía porque son realidades. Si otra chica leyese mi historia, también le enfadaría”, añade.

Hoy, Soraya (nombre ficticio) reconoce haber sentido acompañamiento “en una experiencia basada en la soledad”, porque además de “abrirte los ojos, da la cara por todas nosotras. Eso es muy importante”.

Violencia que no siempre deja marcas visibles

Tamara (nombre ficticio) vive en Madrid, estuvo casada durante 30 años. Tras divorciarse y abrirse de nuevo al amor, su vida cambió de golpe.

Una noche, después de salir a bailar con su pareja, comenzó la pesadilla: “Nos besamos y me escupió en la cara, empezó a estrangularme. Intenté resistirme. Me gritaba que era una puta y, al intentar quitármelo de encima, me caí y rompí una mesa de cristal. Me destrocé la espalda. Me obligó a quitarme la ropa, a lavarme, me violó, me pegó. Me puso un cuchillo en la garganta. Me dijo que o me callaba o me iba a matar”.

La cuenta de Instagram de Cristina Fallarás se ha convertido en un espacio seguro para las víctimas de violencia
KiloyCuarto

Tamara denunció. Hubo juicio. Pero no ocurrió nada. “Una inspectora de policía me dijo: ‘Si no hay cámara, es tu palabra contra la suya’”, recuerda. Y así fue: impunidad.

La secuela emocional aún la habita: “Tengo una bomba atómica dentro del cuerpo, y no me suicidé… porque no. Llegué a pesar 50 kilos”.

No todas las heridas son físicas. Otra mujer, Susana (nombre ficticio), vivió acoso y violencia verbal en entornos académicos, un poder ejercido desde la autoridad: “Una vez, en un congreso, un catedrático me dijo que no se había enterado de nada de mi ponencia, pero que mi voz podría servir para un teléfono erótico”.

Historias que cruzan fronteras

La violencia contra las mujeres no entiende de países. Carlota (nombre ficticio para proteger su identidad), rompió con su expareja en 2011; él inició entonces, un acoso que duró más de una década. “La gente decía que era mi culpa porque él estaba enamorado de mí y era yo quien lo había dejado”.
Más de cien llamadas a su trabajo, amenazas de secuestro, cambios constantes de empleo y teléfono, redes sociales eliminadas. “Hacía todo lo posible por enterarse de dónde estaba. Incluso llamaba, si yo salía a un restaurante, al mismo bar para decir que mi hijo estaba enfermo y que tenía que ir corriendo a casa”, cuenta.

Hoy él tiene una orden de arresto y prohibición de entrada a Estados Unidos, tras ser condenado en España a cinco años de cárcel y diez de alejamiento. “Esos años fueron durísimos. Me volví una sombra de lo que era”.

Gabriela (nombre ficticio) se presenta como argentina, artista y madre protectora. Esto último, de forma obligada, porque el padre de su hijo abusó de él cuando tenía menos de cuatro años. Hoy ya ha cumplido los diez.

Actualmente sufre estrés postraumático severo y, además, debe afrontar sola la crianza de su pequeño, que también tiene secuelas, entre ellas “la ruta crítica del poder judicial”.

La red de apoyo en torno al movimiento y los testimonios publicados en la cuenta de Cristina Fallarás, afirma, le permitió “reconocer lo vivido, darle nombre y sustancia, verlo multiplicarse en relatos parecidos que muestran la dimensión estructural de padecimientos que creíamos personales y no colectivos”.

Testimonios convertidos en refugio

Hoy, estas mujeres caminan con más fuerza. Mari ha podido compartir su historia con su familia y se siente arropada; Soraya ha encontrado en otras voces el eco que valida su dolor; Tamara revive cada día lo vivido, pero ya no lo hace sola; Carlota ha descubierto que no es la única; Marisa comprendió que la violencia sexual no es la excepción, sino estructura; y Gabriela halló un refugio donde su palabra es verdad y su voz, imparable.

Todas ellas coinciden en algo: el espacio creado por Cristina Fallarás no solo les da voz, les da comunidad. Les permite reconocerse, abrazarse desde la herida, y entender que lo que parecía personal, es en realidad, colectivo. En ese lugar seguro, la memoria se transforma en resistencia, y el dolor, en relato compartido. Porque cuando una habla, muchas sanan.

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Si algo de lo que has leído te ha removido o sospechas que alguien de tu entorno puede estar en una relación de violencia puedes llamar al 016, el teléfono que atiende a las víctimas de todas las violencias machistas. Es gratuito, accesible para personas con discapacidad auditiva o de habla y atiende en 53 idiomas. No deja rastro en la factura, pero debes borrar la llamada del terminal telefónico. También puedes ponerte en contacto a través del correo o por WhatsApp en el número 600 000 016. No estás sola.